Inicio/Home

12 relatos selectos

Compilados y traducidos por Richard E. del Cristo E.

Edición original:

© 2003 Literatura Monte Sion

 

Capítulo 3

Elías

         (Leo Tolstoy)

 Había una vez un bashkir[1] llamado Elías que vivía bajo el gobierno de Ufa.[2] Su padre, quien había muerto un año después de haberle buscado una esposa, no le dejó gran herencia. Para entonces, Elías sólo tenía siete yeguas, dos vacas y veinte ovejas. Como Elías era un buen administrador, progresó pronto. Él y su esposa trabajaban desde el amanecer hasta el anochecer. Ambos se levantaban mucho más temprano que todos los demás y se acostaban muy tarde. Por esa razón sus posesiones aumentaban cada año. Por lo tanto, al vivir de esa manera, Elías se fue haciendo rico poco a poco. Treinta y cinco años más tarde, ya Elías contaba con 200 caballos, 150 cabezas de ganado y 1200 ovejas. Sus empleados cuidaban del rebaño y del ganado mientras las empleadas ordeñaban las yeguas y las vacas, fabricaban kumiss,[3] mantequilla y queso. Lo cierto es que ahora Elías tenía de todo y en abundancia. Todos en la región envidiaban a Elías. La gente decía de él: “Elías sí que tiene suerte. Él tiene de todo y en abundancia. Este mundo debe ser una delicia para él.”

Personas de renombre escuchaban de él y buscaban conocerlo. Muchos venían desde muy lejos para visitarlo y él los recibía a todos y les brindaba comida y bebida. Elías siempre tenía suficiente kumiss, te, sorbete, y chuleta de cordero para todos los que llegaban a su casa. Cada vez que llegaba algún visitante a su casa, se mataba un cordero y a veces se mataban dos, dependiendo de la cantidad de personas que visitaran su granja. Algunas veces él mataba una yegua -cuando venían muchos visitantes al mismo tiempo.

Elías tenía tres hijos: dos varones y una hembra. Los tres hijos de Elías ya estaban casados. Cuando él era pobre, sus hijos le ayudaban a trabajar y cuidaban de los animales de la granja. Sin embargo, después que él se hizo rico, sus hijos mancharon su reputación. Uno de ellos se dio a la bebida y se convirtió en un borracho habitual. Al mayor de ellos lo mataron en un alboroto callejero. El más joven de los muchachos se había casado con una mujer muy terca, y dejó de obedecer a su padre. Por esa razón ellos no pudieron seguir viviendo juntos con Elías.

Al separarse este joven de su padre, Elías le dio a su hijo una casa y parte del ganado, lo cual hizo que disminuyera su riqueza. Poco después, una peste afectó las ovejas de Elías y muchas murieron. Luego él tuvo una mala cosecha y la misma cosecha de heno se perdió causando la muerte de gran parte del ganado durante ese invierno. Entonces, el Kirguiz capturó los mejores de sus caballos y los bienes de Elías fueron desapareciendo poco a poco.

De la misma manera en que sus bienes disminuían, así también disminuía su fuerza física, hasta que para cuando él tenía setenta años ya había empezado a vender sus pieles, alfombras, sillas de montar y también sus tiendas. Luego tuvo que deshacerse del ganado que le quedaba, y fue entonces cuando se halló frente a frente con la miseria.

Antes de él darse cuenta, ya lo había perdido todo. Ahora en su vejez, tanto él como su esposa tuvieron que servir de criados para poder comer. A Elías no le quedó nada, excepto la ropa que tenía puesta, un manto de piel, un vaso, sus zapatos de diario, sus chanclos, y su esposa Sham-Shemagi, quien para entonces ya estaba vieja. Para ese entonces, el hijo que se había separado de él se había mudado a un país lejano, su hija ya había muerto, y de esa forma la vieja pareja quedó sin tener quien les ayudara.

Su vecino, Mahoma-Sha, se compadeció de ellos. Mahoma-Sha no era ni pobre ni rico, pero vivía bien y era un buen hombre. Él recordó la hospitalidad de Elías y, compadeciéndose de él, le dijo:

—Elías, ven a vivir conmigo tú y tu vieja esposa. Durante el verano ustedes pueden trabajar en mi siembra de melón según sus fuerzas se lo permitan y en el invierno podrán alimentar mi ganado. Sham-Shemagi puede ordeñar mis yeguas y hacer kumiss. Yo me encargaré de proveerles ropa y alimento. Cuando necesiten algo, sólo tienen que informármelo y yo me encargaré del resto.

Elías le agradeció a su vecino y él y su esposa se fueron a trabajar para Mahoma-Sha. Al principio, el trabajo parecía ser muy duro para ellos, pero pronto se acostumbraron y siguieron viviendo y trabajando según sus fuerzas se lo permitían.

Mahoma-Sha supo que le era una ventaja mantener a tales personas, ya que, como las mismas habían sido amos antes, ellos sabían cómo administrar y no eran perezosos, sino que trabajaban lo más que podían. Pero a Mahoma-Sha le daba mucha lástima ver a personas en tales condiciones después de haber progresado tanto en la vida. En cierta ocasión, algunos de los familiares de Mahoma-Sha, que vivían muy lejos, fueron a visitarlo, y con ellos vino un Mullah.[4] Entonces Mahoma-Sha le dijo a Elías que tomara una oveja y la matara. Después que Elías mató a la oveja, la cocinó y se la envió a los visitantes. Los invitados se comieron la carne, bebieron te, y luego empezaron a tomar kumiss . Mientras ellos estaban sentados con su anfitrión, conversando y sorbiendo el kumiss  de sus vasos, Elías, habiendo terminado su trabajo, pasó por delante de la puerta de la habitación donde se encontraban los mismos. Mahoma-Sha, al verlo pasar, le dijo a uno de los visitantes:

—¿Viste a ese anciano que acabó de pasar?

—Sí —dijo el visitante—. ¿Qué tiene él de raro?

—Sólo esto: que él era el hombre más rico de entre nosotros —replicó Mahoma-Sha—. Su nombre es Elías. Tal vez hayas escuchado hablar de él.

—¡Claro que he escuchado hablar de él! —contestó el visitante—. Nunca antes le he visto, pero su fama es inmensa.

—Es cierto, pero ahora no le queda nada —dijo Mahoma-Sha—. Él vive aquí y es uno más entre mis obreros. También su esposa vive aquí. Ella es quien ordeña las yeguas.

El visitante se quedó atónito. Entonces él chasqueó con su lengua, sacudiendo la cabeza, y dijo:

—La fortuna gira como una rueda. ¡A unos exalta y a otros humilla! ¿Acaso este hombre no lamenta toda su pérdida?

—¿Quién sabe? Él vive tan calmada y pacíficamente. Además, él trabaja tan bien.

—¿Puedo hablar con él? —preguntó el visitante—. Me gustaría preguntarle sobre su vida.

—¡Claro que puedes! —replicó el hacendado, y luego mandó a llamar a Elías desde su kibítka,[5] donde todos se encontraban reunidos.

Babay —que en la lengua del Bashkir significa ‘abuelo’—, venga y tómese un vaso de kumiss  con nosotros. También traiga a su esposa.

Elías entró con su esposa, y luego de intercambiar saludos con su benefactor y los visitantes, tuvo una oración y se sentó cerca de la puerta. Su esposa pasó por entre la cortina y se sentó junto a la ama de la casa.

Entonces, a Elías le pasaron un vaso de kumiss , y él le deseó al amo y a sus visitantes buena salud. Luego se inclinó, tomó un trago y bajó el vaso con mucho cuidado.

—Y bien, Babay —dijo el visitante que quería hablar con él—. Supongo que usted se siente un tanto triste al vernos. Tal vez esto le haga recordar sus riquezas pasadas y todas sus calamidades presentes.

Elías le contestó, sonriendo:

—Si yo le dijera a usted lo que yo pienso que es la felicidad y lo que es la calamidad quizá no me creería. Pienso que sería mejor que usted le pregunte a mi esposa. Ella es mujer y yo estoy seguro que su lengua expresará todo lo que se halle en su corazón. Ella le dirá toda la verdad.

Ahora el visitante dirigió su vista hacia la cortina:

—Y bien, Granny —dijo él—, dígame cómo su felicidad pasada se compara con sus calamidades presentes.

Y entonces, Sham-Shemagi contestó desde la cortina:

—Esto es lo que yo pienso: Mi anciano esposo y yo vivimos por cincuenta años buscando la felicidad verdadera, pero sin hallarla. Y no ha sido sino hasta ahora, en estos últimos dos años, después de haberlo perdido todo y vivir como empleados, que ambos hemos hallado la felicidad verdadera. Hoy no deseamos nada más que nuestra suerte actual.

Los visitantes, al igual que el hacendado, quedaron atónitos al escuchar aquella respuesta. Aquel hombre hasta se levantó y abrió la cortina para ver el rostro de la anciana que le había hablado de aquella forma. Y ahí estaba ella con los brazos cruzados, mirando hacia su querido esposo con una sonrisa en sus labios. En ese mismo instante, él también le sonrió a ella. Entonces, la anciana prosiguió hablando:

—Lo que les digo es cierto; yo no estoy bromeando. Por casi medio siglo estuvimos buscando la felicidad verdadera, y mientras éramos ricos no pudimos hallarla. Ahora que no nos queda nada y que trabajamos como empleados es que hemos hallado una felicidad que no la cambiaríamos por nada.

A lo que el visitante contestó:

—Pero, ¿en qué consiste la felicidad de ustedes?

Entonces, ella contestó:

—Bueno, en lo siguiente: Cuando mi esposo y yo éramos ricos nosotros teníamos tantas preocupaciones que no teníamos tiempo para hablar mutuamente, ni para pensar en nuestras almas, ni mucho menos para orar a Dios. Lo cierto es que casi siempre teníamos visitantes en nuestra granja, y por ello teníamos que pensar en qué comida prepararles o qué presentes regalarles, no sea que fueran a hablar mal de nosotros. Cuando los visitantes se marchaban, nosotros teníamos que vigilar a nuestros trabajadores, quienes siempre trataban de esquivar el trabajo y a la vez tomar la mejor comida. No obstante, al mismo tiempo, nosotros buscábamos arrebatarles toda la comida y el salario que pudiéramos. De esa manera pecábamos. Además, nosotros vivíamos en un constante temor de que algún lobo matase a cualquiera de nuestros potros o de que los ladrones se robaran los caballos. De noche nos quedábamos despiertos, preocupados, no sea que las ovejas recubrieran sus corderillos y los mataran. Entonces, nos levantábamos para asegurarnos de que todo estuviera bien. Tan pronto terminábamos con una cosa…, otro problema aparecía. Por ejemplo, cómo hallar suficiente forraje para el invierno. Y además, mi esposo y yo siempre estábamos en desacuerdo. Si él decía que debíamos actuar de esta o de aquella manera, yo siempre difería con él y empezábamos a disputar, pecando una vez más. Y así pasábamos de un problema a otro, de un pecado a otro y sin poder hallar la felicidad verdadera.

—Muy bien, y ¿qué de ahora? —preguntó el visitante.

—Ahora, cuando mi esposo y yo despertamos cada mañana, siempre tenemos una palabra amorosa el uno para el otro. Además, nosotros vivimos en paz y ya no discutimos por nada. Nuestra única preocupación es servir a nuestro amo lo mejor posible. Trabajamos según nuestras fuerzas nos lo permitan, y lo hacemos de buena voluntad, cosa que nuestro amo no tenga pérdidas sino ganancias por medio de nuestro servicio. Y, gracias a Dios, cuando entramos a la casa, siempre tenemos algo de comer para nuestro almuerzo o para la cena. Todavía podemos disfrutar de un buen vaso de kumiss para tomar. Cuando hace frío, tenemos leña y todavía tenemos nuestros mantos de piel. Y además, ahora tenemos más tiempo para conversar, más tiempo para pensar en nuestras almas y mucho tiempo para orar a Dios. Por todos estos cincuenta años hemos estado buscando la felicidad verdadera y no ha sido sino hasta ahora que por fin la hemos hallado.

Entonces el visitante se rió a carcajadas.

En ese momento, Elías dijo:

—No se rían amigos. Esto no es ninguna broma. Es la realidad de la vida. Nosotros también éramos muy necios al principio, y hasta lloramos la pérdida de nuestras riquezas, pero Dios nos ha mostrado la verdad, y nosotros se la decimos a ustedes, no para consolarnos a nosotros mismos, sino para el bien de ustedes.

Luego, el Mullah, quien escuchaba con mucho interés, dijo:

—Ese es un dicho sabio. Elías ha hablado la verdad con exactitud. Las Sagradas Escrituras también lo dicen de esa manera.

Con estas palabras, los visitantes dejaron de reír y se quedaron pensativos.

 

Tomado de “Twenty-Three Tales”

(Traducido al inglés por Luisa y Aylmer Maude, 1906)


 

[1] Persona turca musulmán que vive en la región de los Urales

[2] Capital de la república de los bashkir que viven en Rusia

[3] Bebida fermentada hecha de leche de yegua

[4] Sabio que enseña a otros las enseñanzas de la religión islámica

[5] Morada portátil hecha de marcos de madera desmontable con las que se forma un remate cubierto con fieltro.