12 relatos selectos
Compilados y traducidos por Richard E. del Cristo E.
Edición original:
© 2003 Literatura Monte Sion
Capítulo 6
Hectáreas de diamantes
El señor Russell B. Convell (1843–1925) era hijo de padres abolicionistas en South Worthington, Massachussets. A la edad de 15 años él dejó su hogar, el cual constituyó para él una estación más en su vida, y se abrió paso a Europa en un buque ganadero. Luego regresó y estudió en Yale University donde se convirtió en un ateo.
Durante la Guerra Civil, él sirvió como oficial de reclutamiento, y más tarde como abogado en Miniápolis y en Boston. Los perjuicios de la guerra y, por último, la muerte de su esposa lo hicieron regresar a Dios. Entonces, Russell recibió el cargo de pastor en la ciudad de Lexington, Massachussets. Russell B. Conwell fundó el “Temple University” para obreros en Filadelfia y se hizo editor, autor y conferencista. Muchas veces é1 dio “Hectáreas de Diamantes” en conferencias y donó los ingresos a la educación.
Hace muchos años, mientras viajaba por los ríos Tigris y Éufrates con una caravana de viajeros ingleses, me hallé bajo la dirección de un viejo guía árabe, a quien alquilamos en Bagdad. Con frecuencia he pensado en cómo ese guía se asemejaba a nuestros barberos en ciertas características mentales. Él pensaba que su responsabilidad no era tan sólo guiarnos por esos ríos y hacer aquello por lo que le pagábamos, sino que también era entretenernos con historias raras y fantásticas, antiguas y modernas, conocidas y desconocidas. Mucho me alegro por las que he olvidado, pero hay una que nunca olvidaré.
Ese día el viejo guía estaba guiando mi camello por el cabestro, a las orillas de esos ríos de nombres tan antiguos, y me contó historias tras historias hasta que me cansé de todas sus historias y dejé de escucharle. Al yo dejar de escucharle, él se enojó conmigo, pero no yo con él. Bien recuerdo que él se quitó su sombrero turco y lo hizo girar en el aire para llamar mi atención. Yo lo vi, aunque con el rabo del ojo, pues ya me había determinado a no mirarle de frente –por temor a que me fuera a contar otra historia. Pero, al fin y al cabo, miré, y tan pronto lo hice, él comenzó con otra historia. Él me dijo:
—Ahora yo le contaré una historia la cual reservo sólo para mis más íntimos amigos.
Cuando él enfatizó las palabras “íntimos amigos” yo sentí un gran interés de escuchar aquella historia. ¡Y cuánto me alegro de haberlo hecho!
El viejo guía me dijo que una vez que existió un anciano persa el cual vivió no muy lejos del río Indo, y que tenía el nombre de Ali Hafed. Él me dijo que Ali Hafed era el propietario de una inmensa finca que tenía huertos, sembrados, y hasta jardines; que él había prestado dinero a muchos por interés y que era un hombre rico y muy contento. Él era rico porque vivía contento, y vivía contento porque era rico. Pero un día, el viejo agricultor persa fue visitado por uno de esos viejos sacerdotes budistas: los sabios del oriente. Él se sentó cerca del fuego y le contó al viejo agricultor cómo este mundo había sido creado. Él le dijo que este mundo no era más que una masa de neblina; que el Todopoderoso había metido su dedo en esa masa de neblina; que lentamente comenzó a hacer girar su dedo en esta masa, y que la misma fue aumentando de velocidad hasta que al fin se convirtió en una masa de neblina sólida como una bola de fuego. Entonces, aquella bola de fuego comenzó a viajar por todo el universo, y se abrió paso por entre otras masas de neblina. De esa manera se condensó la humedad externa de la misma, hasta que cayeron torrentes de lluvias sobre su superficie caliente y lograron enfriar la parte de la superficie externa. Entonces, el fuego interno brotó por entre la capa de la superficie, produciendo así las montañas, las colinas, los valles, las llanuras y las praderas de este maravilloso mundo en que vivimos. Si esta masa líquida salía repentinamente y se enfriaba muy pronto, entonces se convertía en granito; si lo hacía más lento se convertía en cobre, si más lento en plata, si más lento en oro, y entonces, después del oro venían los diamantes.
El viejo sacerdote dijo:
—Un diamante es una gota de rayo de sol congelada.
El viejo sacerdote le dijo a Ali Hafed que si él tuviera un diamante del tamaño de su dedo pulgar entonces podría adquirir el condado y que si tuviera una mina de diamantes entonces podría sentar a sus hijos en tronos, a causa de la influencia de su inmensa riqueza.
Ali Hafed escuchó todo en cuanto a los diamantes, de cuán valiosos eran los mismos. Esa noche se fue a la cama sintiéndose ser un pobre hombre. No que él había perdido nada, sino que se sentía ser pobre porque ahora él estaba insatisfecho. Ali Hafed estaba insatisfecho porque temía ser pobre. Él se dijo: “quiero una mina de diamantes”, y se mantuvo despierto por toda la noche.
Muy de mañana, él fue en busca del sacerdote.
Yo bien sé, por experiencia, que un sacerdote se irrita mucho cuando lo despiertan muy temprano. Después de perturbar al viejo sacerdote de su sueño, Ali Hafed le dijo:
—¿Dónde podré encontrar diamantes?
—¡Diamantes! ¿Y qué quieres tú con diamantes?
—Bueno, yo quiero ser inmensamente rico.
—Pues, ¡vete a buscarlos! Eso es lo único que tienes que hacer: te vas a buscarlos y entonces los encuentras.
—Pero yo no sé dónde encontrarlos.
—Bueno, si hallas un río con arenas blancas, que esté ubicado entre montañas muy altas, en esas arenas blancas siempre podrás encontrar diamantes.
—Yo no creo que tal río exista.
—¡Oh, sí, hay muchos de ellos por el mundo! Lo único que tienes que hacer es ir a buscarlos y entonces los encontrarás.
Luego, Ali Hafed dijo:
—Iré a buscarlos.
Ali Hafed vendió su finca, juntó su dinero, dejó su familia a cargo de un vecino, y salió en la búsqueda de diamantes. Bien recuerdo que él comenzó su búsqueda por las Montañas de la Luna. Después, llegó a Palestina, siguió por Europa, y cuando al fin había gastado todo su dinero y se hallaba en andrajos, abatido y en mucha pobreza, se paró a orillas de una bahía en Barcelona, España, de donde salió un gran maremoto que se metió por entre las Columnas de Hércules y el pobre moribundo, ya del todo afligido y dolorido, no pudo resistir la terrible tentación de tirarse en esa ascendiente marea, y así fue que desapareció bajo su cresta espumajosa para nunca jamás volver a levantarse en esta vida.
Después que el viejo guía me había contado aquella triste historia, él detuvo el camello que yo montaba y se dio una vuelta para arreglar el equipaje que estaba encima de otro camello y que se estaba cayendo. Entonces yo tuve la oportunidad de reflexionar sobre la historia que él me había acabado de contar. Yo recuerdo haberme dicho a mí mismo: “¿Por qué reservaría él esa historia para sus amigos íntimos?” Parecía que la misma no tenía ni principio, ni mitad, ni final... nada.
De todas las historias que yo he escuchado en mi vida la contada por aquel hombre fue la primera en la que el protagonista había muerto en el primer capítulo. ¡Él tan sólo me había contado el primer capitulo de esa historia y ya el protagonista estaba muerto!
Después que el viejo guía regresó a tomar el cabestro de mi camello, lo primero que hizo fue continuar con su historia en el segundo capitulo. Él actuaba como si no hubiera habido interrupción alguna:
Un día, el hombre que compró la finca de Ali Hafed llevó su camello al jardín para darle de beber. Y mientras ese camello ponía su nariz en la parte baja del agua del arroyo de ese jardín, el nuevo propietario de la propiedad que era de Ali Hafed notó un curioso destello de luz de entre las blancas piedras del arroyo. Era una piedra negra que tenía un ojillo de luz que reflejaba todos los colores del arco iris. Él llevó el guijarro a la casa, lo puso en la repisa de las lumbres centrales y olvidó el asunto. Días después de aquel suceso, el mismo viejo sacerdote llegó para visitar al nuevo propietario. Entonces, en el momento en que se abrió la puerta de la sala él vio ese destello de luz en la repisa y se le acercó corriendo y gritando:
—¡Miren! ¡Un diamante! ¿Ali Hafed regresó?
—¡Oh, no, Ali Hafed no ha regresado, ni es eso un diamante! Eso no es más que una piedra que hayamos aquí mismo en nuestro jardín.
—Pero —dijo el sacerdote—, te digo que yo conozco el diamante tan pronto lo veo. Yo sé, sin duda alguna, que esa piedra es un diamante.
Entonces, juntos, salieron corriendo hacia el viejo jardín y removieron las arenas blancas con sus dedos y, ¡he aquí que hallaron otras joyas más hermosas y de más valor que la primera!
—Así mismo fue —me dijo el guía—. ¡Amigos, esta historia es cierta y real! En aquel momento fue descubierta la mina de diamantes de Golcanda, la más espléndida mina de diamantes en toda la historia del género humano, la cual supera a la misma mina Kimberly. El Kohinoor y el Orlof de las joyas de la corona de Inglaterra y Rusia, las coronas más grandes de toda la tierra, vinieron de esa mina.
Cuando el viejo guía árabe ya me había contado la segunda parte de su historia, tomó su sombrero turco y lo hizo girar en el aire para llamar mi atención a la moraleja. Mientras él hacia girar su sombrero, me dijo:
—Si Ali Hafed se hubiera quedado en su casa, cavando su propio sótano o en sus trigales o en su mismo jardín, en lugar de pasar por aflicción, hambre y suicidio en tierra extraña, él habría tenido hectáreas de diamantes. Porque cada hectárea de esa vieja finca, sí, cada pedazo de tierra reveló ser la fuente de muchas joyas, las cuales, desde entonces, han decorado las coronas de grandes monarcas de la tierra.
No fue sino después de él haberle añadido la moraleja a su historia que yo entendí el porqué nuestro viejo guía reservaba tal historia para “sus amigos íntimos”. Esa era su forma de decirme indirectamente lo que no se atrevía a decirme directamente, que “en su opinión personal, había un joven, que en ese entonces se hallaba bajando el río Tigris, a quien más le valdría estar en su casa en América”.