12 relatos selectos
Compilados y traducidos por Richard E. del Cristo E.
Edición original:
© 2003 Literatura Monte Sion
Capítulo 7
La madrastra
(Por la amiga de los niños)
Esta tierna historia acerca de una familia que vivió por un tiempo sin una madre pueda que a usted le haga derramar unas cuantas lágrimas. Pero ciertamente, también le moverá a tener una mayor apreciación hacia todas las madres (incluyendo a las madrastras).
Enrique se aclaró la garganta. Él miró a sus hijos, los cuales se habían reunido ante él. Ya él les había dicho que, después de la cena, quería hablar con ellos. Ellos le habían acompañado fielmente en todos estos meses tan largos y solitarios, y él entendía que ellos también se sentían muy solos. A ellos les hacía mucha falta su madre desde que ella había muerto hacía ya un año.
Para Rut era más difícil por ser la mayor. Ella había tratado de llenar el lugar de su madre[1] al cuidar de los más pequeños, pero esta era una carga muy pesada para una muchacha tan joven. Enrique sabía que también los muchachos estaban muy afligidos a causa de la ausencia de su madre. Ellos, con mucha frecuencia, se encontraban al lado de su padre, ayudándole con el trabajo de la finca. Pero la que verdaderamente sentía el vacío en la casa, de una manera más profunda, era Rut.
Todos ellos siempre habían sido una familia muy unida. La muerte de la querida esposa ─la madre de esos niños─ los había unido mucho más. Los niños siempre trataban de acomodar a su padre lo más posible. Los dos más pequeños, María y Willie, se habían adaptado con más facilidad que los mayores. Esos primeros meses tan solitarios le habían dejado a la memoria de Enrique una impresión confusa.
Él había hecho todo lo posible para servirle a sus hijos como un padre y una madre, pero le era imposible. Ahora, sentados todos juntos, él había escogido sus palabras cuidadosamente mientras les explicaba lo que tenía en mente: que había decidido buscarse otra esposa que le sirviera de madre a ellos.
Enrique había escuchado historias de muchas segundas nupcias, y también sabía que muchos de esos matrimonios no habían dado buen resultado. En especial, él recordaba un caso desde su niñez. Los niños de esa familia habían asistido a la escuela con él. El padre de ellos se había vuelto a casar, pero la madrastra se sentía un tanto recelosa con los niños. ¡Cuánta lástima sentía Enrique por esos niños, y a la vez, él agradecía a Dios por la madre que el Señor le había concedido a los niños huérfanos! En aquel tiempo tan lejano, él ni siquiera se imaginaba que iba a hallarse en la misma condición que ese padre se encontraba al buscar una nueva esposa.
—¿Quiere decirnos que… —entonces Rut comenzó a titubear y luego ella suspiró profundamente—. ¿ O sea que usted está planeando volverse a casar?
En aquel momento, todos los niños estaban con rostros muy serios y a Rut se le estaban por salir las lágrimas.
Enrique entendía muy bien cómo se sentían los niños. Sus rostros mostraban duda. ¿Una persona extraña sería su madre? Nadie tomaría el lugar de la madre que acababan de perder. Enrique sabía que cualquier cosa que él hiciera dependería mucho en cómo los niños se sintieran. La elección de él sería la de ellos y viceversa. Todos estaban unidos en este pensamiento. Cualquier cosa que él hiciera tendría que reflejar lo que fuera mejor para todos ─su felicidad y bienestar espiritual.
Meses después del funeral, un vecino le había dicho a Enrique que debería ir pensando en volverse a casar. Pero Enrique se había mantenido negativo a tal idea. Nadie podría ocupar el lugar de su amada esposa. Por lo tanto, había tratado de ayudar a Rut en las cosas de la casa lo más que él podía. También su tía los había visitado varias veces para ayudarles en el hogar. Además, las hermanas de la iglesia se habían juntado en varias ocasiones para coserles algunas ropas y también para ayudarle a Rut a limpiar la casa.
Realmente, Enrique no estaba seguro cuándo fue que él había empezado a cambiar de opinión. Quizá fue aquella tarde cuando él llegó a su hogar cansado y estropeado de un día de duro trabajo. Esa tarde, él se sintió más triste y solitario que nunca. Tal vez fue cuando los dos hijos más pequeños empezaron a discutir como nunca antes lo habían hecho, y él entonces entendió que, a pesar de todo el esfuerzo que Rut estaba haciendo, su hija mayor todavía no era capaz de enseñar y entrenar a los niños de la manera que ellos debían ser entrenados.
Ya Enrique empezaba a notar algunas cosas que lo preocupaban. Él sabía que, a pesar de sus tristezas, la vida continuaba tal como antes. Las aves todavía cantaban. El sol todavía salía con su glorioso esplendor. Las flores continuaban floreciendo como antes y su hermosura no había cambiado en nada.
Y era cierto, en esos primeros días, después del funeral, las aves continuaban cantando como antes. El sol seguía levantándose en toda su majestad y, sin embargo, todo parecía ser una falsa burla de lo que su vida había sido en el pasado. ¿Cómo se atrevían las aves a cantar cuando, para él, la vida se había tornado tan triste y sombría? Sin embargo, el dolor y la tristeza tienen su manera de debilitarse y desaparecer cuando uno se resigna a aceptar las cosas de la vida que no se pueden cambiar. Lo que al principio aparentaba ser intolerable, ahora se hacía tolerable, ya que no había manera de alterarlo.
Aunque a Enrique no se le hacía fácil entender completamente el hecho de que su esposa había muerto, él sabía que la mano de Dios estaba en ello y que Dios no cometía errores. Así fue que, repetidas veces, en las noches largas y obscuras, él había inclinado su rostro y orado que Dios le concediera la disposición de soportar esta tristeza para Su gloria. Sin embargo, él ni sabía ni entendía cómo tal cosa podía llegar a ser posible.
Y ahora, mientras Enrique observaba los semblantes serios de sus hijos, él nuevamente reconocía que la pérdida los había afectado tanto a ellos como a él mismo. Él sintió que la mera sugerencia de una segunda ceremonia nupcial les era a ellos tan difícil de aceptar como le había sido a él apenas semanas atrás. Y sin embargo, él había estado orando sobre esto mientras ellos estaban totalmente inconscientes de que él tuviera tal cosa en mente.
—Papá, usted bien sabe que nadie puede tomar el lugar de nuestra madre —le dijo Rut, y su voz temblaba mientras ella hablaba con profunda emoción. Ella estaba envolviendo nerviosamente su pañuelo y a la vez se mordía los labios para evitar el lloro.
—Esto ha sido algo repentino —dijo Marcos, quien era un tanto más joven que Rut—. Aunque sólo tenemos que acostumbrarnos a la idea.
¡El amado y fiel Marcos! Enrique sabía que podía contar con Marcos ─quien siempre se mantenía de su lado─ así con su forma tan calmada. Enrique miró hacia el piso, orando por sabiduría para saber qué decir en aquel momento.
—Hijos —comenzó él, con una voz que no era del todo estable—. Yo estoy de acuerdo en que nadie nunca podrá tomar el lugar de la madre de ustedes. O sea, no del todo. Pero ya hace más de un año que ella partió y especialmente los más pequeños necesitan de una madre. La carga es mucho más pesada de lo que se le puede pedir a una muchacha de la edad de Rut.
Enrique hizo una pausa por un instante, y entonces, en voz baja, prosiguió:
—Hijos míos, yo sé que no es fácil pensar que alguien venga a llenar el lugar de la madre de ustedes —Enrique se detuvo y se puso a sollozar. Luego se aclaró la garganta y continuó hablando—. Yo no voy a hacer nada por ahora. Y para serles franco, ni siquiera tengo a nadie en mente. Sólo quiero que me ayuden a orar sobre esto. Todos juntos debemos desear hacer lo que sea la voluntad de Dios. Hay muchas segundas nupcias que parecen ser felices. Así es que... —la voz de Enrique bajó aún más— lo que hagamos lo haremos juntos, como una familia.
—Papi —dijo Rut, levantando el rostro. Ella trataba de sonreír por entre sus lágrimas. ¡Rut quería comunicarle tantas cosas a su padre! Ellos habían sido una familia tan feliz, hasta la llegada de la enfermedad y la muerte de su madre. Se veía que, de la noche a la mañana, su papá se había llenado de canas, y ahora él estaba doblegado por su aflicción. A través de todos esos meses tan tristes, él había sido tan paciente y amable que a veces Rut se tenía que ir al cuarto de ella a llorar por él.
¡Cuánta falta le hacía su madre también a ella! Le hacía falta verla en la cocina, en la huerta, en la iglesia, mientras lavaba la ropa... en todo lugar. Ella también necesitaba la tierna guía de su madre, su afable sonrisa, su apacible manera de ser y sus sabios consejos. ¡Pero todo aquello había desaparecido en un momento! No obstante, aunque su madre le había hecho mucha falta, ella sabía que a su padre le hacía más falta. Y ahora que ella tenía suficiente edad como para participar en las actividades juveniles y para estar con los otros jóvenes de su edad, Rut había sido capaz de parcialmente olvidar su vacío. ¿O tal vez ella simplemente se había acostumbrado al hecho de que el tiempo tiene su manera de sanar las heridas, aunque las cicatrices siempre quedan?
Ahora, mientras Rut miraba a su padre, ella sabía que sólo estaba siendo egoísta. En lo profundo de su corazón, ella tenía el temor de que algún día su padre pensara en volver a casarse. No obstante, ella se había aferrado a la esperanza de que tal vez eso nunca pasaría. Lo cierto es que ahora las palabras de su padre le habían traído nuevas ideas.
—Papi —comenzó ella nuevamente—, me hace sentir mucho mejor que usted diga que nunca nadie podrá tomar el lugar de nuestra madre —ahora Rut se detuvo por un momento—. Supongo que es posible amar a más de a una persona. O sea, después que uno se acostumbra al hecho... —Rut volvió a hacer otra pausa. Ella no estaba segura en cuanto a qué decir ni de cómo podría decirlo.
—Gracias, Rut —le dijo su padre con una calurosa sonrisa—. Como ya he dicho, estamos en esto todos juntos y, además, todavía no estoy pensando en nadie. Oremos sobre esto y dejemos que Dios nos guíe en todo lo que debamos hacer.
A partir de entonces, Enrique y sus hijos se unieron más. El temor de que el padre de ellos repentinamente anunciara su interés en casarse con alguien había pasado. Ya él les había dicho que estaban en todo esto juntos. Él no se casaría ni traería a casa ninguna mujer que ellos no conocieran.
Los días se convirtieron en semanas. Y con cada semana que pasaba Rut y los demás niños se acostumbraban más y más a la idea. Rut trataba de pensar en las solteras que ella conocía, y, en su imaginación, las veía entrar en su casa una por una. Entre las mujeres solteras estaba la viuda María, pero ella era mucho más vieja que su padre Enrique. No, ella no daría la talla. De todos modos ella sería muy débil como para poder lidiar con una familia.
También estaba Alicia, la hacedora de colchas y con oficio de costurera. ¿Qué tal ella? Pero no. Rut varias veces había escuchado a Alicia decir que los niños le ponían los nervios de punta. Tal vez ella debía advertir a su padre un poco acerca de Alicia.
Así es que tan pronto tuvo la oportunidad, ella le habló a su padre acerca de Alicia.
—Papi —comenzó ella—, eh... ¿sabías que Alicia no tolera a los niños? Ella dice que le son una molestia.
Rut estaba seria. Ya habían pasado dos meses y, que ella supiera, todavía Enrique no se había buscado a ninguna esposa. Ella sentía que debía ayudarlo a encontrar la correcta.
Su padre sonrió un poco. Era conmovedor ver cuán preocupados estaban los niños. En el establo, Marcos le había dicho que ellos se mantendrían de su lado, sin importar lo que él decidiera al final.
Entonces, Enrique tomó la jarra y la llenó de agua.
—Pero Rut —dijo él—, Alicia es una buena persona.
Ahora el resto de los niños estaba afuera, en el lavadero, limpiándose después de los quehaceres vespertinos.
Rut le echó una mirada a la espalda de su papá. Su mente estaba muy ocupada.
“¿Acaso será cierto que papi está pensando en Alicia? Pero, ¡si él nos había prometido que no escogería a nadie a menos que nosotros estuviésemos de acuerdo! Eso nos incluye a todos nosotros.” Quienquiera que fuera la sustituta, tendría que ser elegida por ellos también. Eso había prometido su padre. Pero, ¿qué sucedería si su padre deseara casarse con alguien que ellos no quisieran?
Rut sabía que ella nunca tendría el corazón de decirle a su padre que a ella no le gustaba la elección de él. ¿Pero, acaso su padre estaba pensando en Alicia? Ahora, en la mente de Rut, ella trataba de imaginarla en la cocina junto a ellos.
—¿Qué piensas, hija mía? —le preguntó su padre.
—Realmente no sé, papá —balbuceó Rut—. Es que no puedo imaginármela como nuestra madrastra. Es que ella es... ella es muy mandona. Pero si tú estabas pensando en ella... —ahora la voz de Rut se esfumó. Ella colocó la sopera llena de sopa en la mesa— nosotros haremos lo que tú creas que sea lo mejor para nuestra familia —añadió ella.
—A decir verdad, Rut, yo me siento así como tú. Como ya te dije, Alicia es una buena persona. Sin embargo, yo quisiera casarme con alguien con quien todos nos sintiéramos cómodos en el hogar —ahora el padre comenzó a echarle agua a los vasos que estaban sobre la mesa—. Quizá no encontremos a nadie. Sólo queremos hacer la voluntad de Dios y no encargarnos del asunto por nosotros mismos.
Rut se limpió una lágrima repentina que rodó por su rostro. Ella se tragó el nudo que tenía en la garganta. Sorpresivamente, ella fue inundada por los recuerdos de su madre. ¡Y ahora estaban hablando de alguien que la sustituyera! El hecho de aceptar una nueva madre a veces parecía ser algo tan irreal, y en cierto modo hasta la hacía sentirse culpable. Los recuerdos que ella tenía de su madre eran tan fuertes que hasta soñaba con ellos. Ella despertaba y parecía como que su madre se encontraba a su lado con ella. Pero entonces, al despertarse a la realidad se daba cuenta que no era así, que tal cosa nunca se repetiría en la tierra.
Ahora Rut le echó un vistazo a su padre.
“Mi querido padre,” pensó ella para sus adentros. “¡Cuánta falta te hace nuestra madre, pero todo lo soportas por amor a nosotros! Y a la vez, tú no escogerías a nadie con quien no nos sintamos cómodos.” Estos pensamientos le dieron a ella un sentimiento de seguridad.
Más tarde, Rut le dijo a Marcos:
—Con nada más saber que nosotros podemos confiar en nuestro padre lo hace todo más fácil de soportar. A él le preocupa tanto como a nosotros asegurarse de que ella sea alguien a quien podamos amar. A veces pienso que a él le preocupa nuestros sentimientos más que los de él mismo.
Marcos asintió con su cabeza. Él y Rut se estimaban mucho. A veces ellos tenían sus pequeñas charlas. Sólo entre ellos dos.
—Si tan sólo pudiéramos ayudarlo a encontrar la esposa correcta —continuó Rut—. Pero tal parece que él no tiene prisa. Ya hace tres meses que él nos habló acerca de este tema —Rut respiró con profundidad—. Yo estoy muy contenta de que él no tenga prisa. Así es mucho mejor.
Marcos también era del mismo pensar.
—Cuando yo pienso en nuestra madre —dijo él, y su voz apenas era algo más que un susurro—, yo sé que ella, en ese aspecto, anhelaría que tanto nuestro padre como nosotros seamos felices.
Entonces ambos se quedaron en silencio, recordando los días felices del pasado.
Una tarde, un vecino de la familia se detuvo para ver si Enrique quería ir con algunos hermanos a construir una casa que se había quemado en una comunidad cercana.
—Quizá Rut quiera ir también con nosotros —sugirió él—. Cuando se construye una casa alguien tiene que preparar la comida.
Su padre la miró, y en su tono muy amable, le preguntó:
—¿Te gustaría ir?
—Si tú crees que yo debo, podría arreglármelas para ir —dijo ella con ilusión.
—Entonces, cuente con nosotros —le dijo el padre al vecino—. Iremos tres de la familia: Rut, Marcos y yo.
El día que ellos fueron a construir la casa, los niños más pequeños se quedaron con sus abuelos. Por eso, Rut se sintió un poco culpable, pero entonces recordó que con frecuencia otros la habían ido a ayudar y, además, ella no tenía mucho que hacer en casa.
Rut disfrutó mucho ese día. Sin embargo, hubo algo que la hizo sentirse mucho más emocionada. Ella apenas podía esperar llegar a casa y conversar con su padre y Marcos.
Esa tarde ella le dijo a su hermano:
—Yo estoy segura que nuestro padre se fijó en la mujer del vestido azul. Yo estaba un tanto tímida entre tantos rostros nuevos, entonces ella se acercó a mí y empezó a hablar conmigo. Ella me dijo que su nombre es Ester. Al principio yo pensé que ella era la mujer que vivía en esa casa, pero luego supe que ella es hermana del hombre al que se le quemó la casa. —Rut hizo una pausa para hacer que su declaración fuera más dramática—. Y Marcos, ¡ella no está casada! Claro, no supe esto sino hasta esta tarde. Ella fue tan amable y maternal hacia sus sobrinos y sobrinas que yo hasta pensé que ella era su madre. Entonces, cuando le pregunté que cuántos hijos tenía, ella simplemente sonrió y me dijo: “Yo no estoy casada”. Y enseguida pensé que quizás esa sea la esposa que nuestro padre necesita.
—Yo también la noté —dijo Marcos, contento y a la vez muy serio—. ¡Ella tiene una sonrisa tan bonita y tan amable!
En ese mismo instante el padre de los muchachos regresaba del establo y entró a la casa. En aquel momento Marcos y Rut se quedaron mirándose el uno al otro. ¿Acaso era aquel el momento preciso para hablarle a su padre acerca de Ester?
El padre miró a Rut de manera interrogativa. Él pudo notar, por las expresiones del rostro de ella y por la tímida sonrisa que Marcos trataba de encubrir, que sus dos hijos mayores estaban hablando de él.
Rut respiró profundo y entonces comenzó:
—Papá, ¿se fijó usted en la mujer del vestido azul oscuro hoy? —ahora ella miró a Marcos.
—A ambos de nosotros nos simpatiza —dijo Marcos—. Nosotros pensamos que tal vez ella sea la correcta.
—En verdad, yo no la noté —admitió el padre. Él tragó con dificultad. También recordó cómo se sentían sus hijos cuando al principio él les dijo que pensaba volver a casarse. El hecho de que ellos estuvieran tan preocupados y con deseos de cooperar con él lo conmovió. Él sabía que ellos estaban orando al respecto. Pero, ¡qué raro! Últimamente él se sentía un tanto desinteresado e indiferente. Sin embargo, hoy él sentía una desesperación agotadora. Él sabía que la emoción pasaría. Por amor a sus hijos, él trataba de mantenerse alegre. Y ahora, él trataba de mostrar más interés que el que en verdad sentía.
—¿Y no creen que ella esté casada? —preguntó él mientras se dirigía al fregadero por un vaso de agua.
—No, no lo está. Ella se quedará por todo el verano para ayudar a su hermano, mientras construyen la nueva casa —Rut explicó.
—Suena interesante —dijo el padre, mientras se sentaba.
¡Qué alivio eran los niños! La gente decía que el matrimonio era como un árbol: cuando uno de los dos moría, era como si el tronco fuera cortado en dos. Ahora él estaba ahí, sentado, pensando en la comparación. Pero, ¿dónde encajaban los niños? ¿Acaso eran ellos como las ramas fuertes, ayudando al árbol herido a sobrevivir?
—¡Ella fue tan amable con los niños! —dijo Rut—. Ella me preguntó sobre mi familia y que si también mi mamá había venido a la construcción de la casa. Y entonces le expliqué —Rut pausó y su voz se entrecortó. Todavía le era difícil hablar de su madre sin tener que derramar unas cuantas lágrimas—. Cuando yo le conté, ella se puso muy triste. Ella dijo que su propia madre acababa de morir el año pasado y que ella entendía cómo nosotros nos sentíamos, aunque ella sea dos veces más vieja que yo. Ella cuidó de su madre hasta que murió y me dijo que a ella le hace mucha falta su madre, pero ella dice que, ya que somos tan jóvenes, debe ser mucho más difícil para nosotros.
Entonces su padre le dijo:
—Siempre es fácil condolernos de alguien si hemos pasado por la misma experiencia. Ella parece ser una persona muy comprensiva. Esperemos a ver qué pasa, y oremos por todo este asunto —entonces él miró el reloj—. Ya veo que hace rato debíamos haber estado en cama.
Pero Enrique no pudo dormir esa noche. Aquella conversación que él había tenido con sus hijos ya casi a la hora de acostarse no se apartaba de su cabeza.
“¿Será esta mujer la esposa adecuada para ayudarme con la crianza de mis hijos?”
Aquel cambio incluiría más cosas que las que él se imaginaba. ¡Todo era tan complicado! En cierto modo sería mucho más fácil continuar como estaban y dejar de pensar en volver a casarse.
“¿Y qué si el matrimonio no resultaba y los niños terminaban siendo infelices?”
Enrique continuó muy ocupado en su mente hasta que al fin se levantó y encendió la lámpara de noche, al lado de su cama. Entonces, tomando la Biblia, buscó Romanos 8. Un versículo pareció iluminarle los ojos como si fueran escritos en negritas: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados.” Luego él leyó el capítulo completo, pero se mantuvo regresando a ese versículo. Poco a poco, un sentimiento de paz y calma se deslizó por entre su mente tan turbada, hasta que se quedó dormido.
A la mañana siguiente, cuando Enrique despertó, él decidió no hacer nada por el momento. Él lo dejaría todo en las manos de Dios y pacientemente esperaría.
Pero entonces, una tarjeta postal llegó por el correo. Fue una invitación a un culto en la iglesia donde ellos habían construido la casa nueva. Siendo que Enrique no quería ir y dejar a sus hijos en casa, él decidió llevarlos a todos.
Mientras la familia se dirigía hacia la capilla, aquel domingo por la mañana, en lo único que Rut podía pensar era en Ester:
“Me pregunto si hoy vamos a quedar tan impresionados con ella como lo estábamos la primera vez que la conocimos.” Ella se mantuvo preguntándose lo mismo. “¿Y cómo se sentiría ella si supiera que nosotros la estamos caracterizando de esa forma?”
Evidentemente, Ester ni siquiera tenía idea de lo que estaba pasando. Ella simplemente no podía evitar sentir una ternura especial hacia la huerfanita que había conocido el día que construyeron la casa. Tampoco ella esperaba volver a verla tan pronto. Cuando ella vio a Rut, después del culto, habló con ella y se aseguró de presentarle algunas de las muchachas de su edad.
Aquel domingo por la tarde, Ester tuvo una conversación con su cuñada, en cuya casa estaba alojándose por un tiempo:
—De veras que esa muchacha Rut me ha dejado del todo impresionada —dijo ella—. Ella es tan madura para su edad, y también es tan bondadosa.
Entonces su cuñada agregó:
—Realmente yo no conozco bien a su familia, pero hasta donde yo sé la gente habla muy bien de ellos.
Enseguida, por la mente de su cuñada, pasó un pensamiento un poco atrevido, pero ella lo expresó de forma audible:
—¿Sabías que el padre de Rut es viudo? ¿Y qué si...? —entonces la oración quedó sin terminar.
Ester quedó desconcertada, y dijo:
—Eso yo ni lo he pensado. Yo he visto demasiadas segundas nupcias fracasadas como para pensar en tal cosa. Y, además, él ni siquiera sabe que yo existo.
Pero en ese momento Ester estaba muy equivocada. Para gran sorpresa suya, semanas después de aquel encuentro en la capilla, ella recibió una carta de Enrique. El padre de Rut le estaba pidiendo que le diera una respuesta en cuanto a llegar a ser su esposa y la madre de sus hijos. Sin embargo, esa misma noche, Ester le escribió una amable negativa. Sólo que esa noche ella ni siquiera pudo pegar los ojos.
A la mañana siguiente, Ester le contó todo a su cuñada. Entonces María se sentó, le echó una mirada a Ester, y al fin le dijo:
—Ester, si nuestra casa no se hubiera quemado, entonces tú no habrías venido a ayudarnos. Quizá Dios tenía un propósito en ello, el cual sería unirlos a ustedes dos.
Ester se quedó mirando fijamente hacia la ventana. ¿Acaso Dios estaba guiándola? De ser así, ¿quién era ella para oponerse? Entonces, ella oró en silencio:
—Pero yo no quiero casarme. Eso sería una responsabilidad muy grande.
Luego María le dijo:
—Ester, ¿por qué no le das una oportunidad? Puedes decirle cómo te sientes, cuáles son tus temores y todo lo demás.
Ahora Ester se había sentado y estaba pensando profundamente. Ella deseaba nunca haber pisado aquellos contornos, pero luego el pensamiento la indignó. Por fin, ella rompió la carta que había escrito y escribió una respuesta diferente. Luego le dijo a su cuñada:
—Simplemente le escribí la verdad. Le escribí que mi primera carta fue una denegación, pero que yo no quería ser irreflexiva, sino más bien buscar la voluntad de Dios en el asunto. Si él quiere venir a visitarme yo estoy dispuesta a concederle ese privilegio.
La siguiente carta de Enrique a ella le tocó el corazón profundamente. Él escribió que su elección no sólo venía de él mismo, sino que, más bien, era la de sus propios hijos. Él escribió:
“Mis hijos y yo estamos a una en todo esto. A ellos les interesa todo lo que se relaciona con el bienestar de nuestra familia, y es por eso que están tan involucrados en este asunto.
“Cuando al principio yo pensé en dar este paso, no perdí tiempo para informárselo a todos ellos. Desde entonces, ellos han estado orando conmigo al respecto. Sin embargo, en aquel momento yo no tenía a nadie en mente.”
Ester dejó de leer. Ahora ella se encontraba mirando fijamente por la ventana.
“Yo percibo que él ama a sus hijos. Además, me doy cuenta que él no está pensando sólo en sus necesidades con relación a buscarse una esposa. Enrique también está pensando en sus hijos. De hecho, su único anhelo parece ser buscar lo que sea mejor para sus hijos.”
Ester volvió a echarle un vistazo a la carta que tenía en sus manos. ¿Qué le estaba pasando a ella?
En esos momentos ella sintió como una semillita que acababa de echar raíces en su corazón. Luego ella prosiguió leyendo la carta:
“Nosotros no queríamos precipitarnos en este asunto. Al inicio, yo sabía que a mis hijos les dolía pensar que alguien más pudiera venir a vivir con nosotros en nuestra casa, pero ahora ellos parecen estar listos para tal cambio. Para mí, el bienestar espiritual de ellos me es de suma importancia.”
Ester bajó la carta nuevamente. Ella pensó en aquellos niños huérfanos y en aquel padre que estaba esforzándose tanto en escoger lo que fuera mejor para ellos. Un nuevo deseo inundó su corazón. Ella pensó en Rut, la hija mayor, a quien hace poco había conocido. Si todos los niños fuesen como Rut, entonces no habría ningún problema. El corazón de Ester fue recobrando más simpatía hacia Rut, quien había tratado de ocupar el lugar de su propia madre al cuidar de sus hermanos.
Después que Enrique se había marchado de su primera visita, Ester comprendió en su corazón que ahora ella quería hacer lo que al principio había pensado que nunca haría.
Años más tarde, cuando Enrique y Ester ya estaban casados y habían formado una familia feliz, alguien le preguntó a Enrique que cómo se había hecho para tener una segunda nupcia tan feliz. Todo indicaba que los hijos mayores no sentían ningún celo y que todos amaban a su madrastra con gran sinceridad.
—Yo no sé —dijo Enrique—. Sólo que yo no hice nada a espaldas de mis hijos. Nosotros oramos juntos por una nueva madre y esposa. Ellos sabían que yo no escogería a nadie a menos que ellos también estuvieran de acuerdo. Y, en verdad —dijo Enrique, sonriendo— ellos fueron quienes primero vieron a Ester.
[1] La verdadera amistad es como la buena salud; su valor es raras veces conocido hasta cuando ya ha sido perdido.