El incendio
Justamente al día siguiente, viernes 10 de mayo de 1861, un “sureño” dio señales de su venida. Las señales que ya eran conocidas por la gente, no trajeron ningún temor sobre ellos. Así que el viernes por la noche casi todos se acostaron a la hora acostumbrada, aunque algunos se quedaron despiertos conversando con amigos.
De repente, entre las nueve y las diez de la noche, se oyó un clamor: “¡Fuego!” Las llamas habían empezado desde un establo.
Ninguno sabía porqué el fuego había comenzado en aquel establo porque no se usaba fuego allí. Los bomberos acudieron a toda prisa, pero el fuego ya estaba ardiendo en tres o cuatro lugares más.
El “sureño” aumentó más, impulsando las llamas a una gran velocidad. Los bomberos lograron detener el fuego para que no continuara más hacia el oeste, pero no antes de que el techo de la farmacia se prendiera en llamas. Mientras los bomberos apagaban las llamas en el techo de la farmacia, el fuego se movía hacia el norte. Esa era la trayectoria que llevaba el viento.
El fuego se extendió por los techos de las casas más cercanas. El viento transportaba los trozos de madera ardiendo de un techo a otro. Así que, otras casas se incendiaron también. A la media hora de este siniestro incendio, ya las llamas habían alcanzado cientos de casas en el pueblo.
Al principio muchos hombres corrieron al establo para combatir el fuego. Pero al ver que el fuego se esparcía, regresaron aterrorizados a sus propias casas. Muchos llegaron justamente a tiempo para rescatar a su familia. Algunos lograron salvar la mayoría de sus posesiones más valiosas, pero no pudieron salvar sus casas.
“Ninguna imaginación humana”, escribió un periodista, “puede formar un cuadro de aquella hora tan terrible. La confusión, la bulla y el terror eran más horribles que lo que se puede describir con palabras. ¿Quién podrá pintar tal escena?”
Los bomberos luchaban desesperadamente contra las llamas. Por fin, para su propia seguridad, abandonaban sus máquinas o las empujaban al arroyo.
“Uno solamente podía escuchar el ruido de la tormenta rugiente”, el periodista escribió. “Se escuchaban los gritos de clamor de las mujeres y de los niños que corrían a lugares de refugio. Agréguese a esto el rugido del mar de fuego que iba siempre creciendo. ¡Qué escena más espantosa!”
En medio de la furia de la tormenta, y a pesar de la debilidad de los hombres, estuvo la ayuda de alguien más. Lo hizo por su misericordia. ¿Quién fue? El Dios del cielo, “el que hace a los vientos sus mensajeros, y a las flamas de fuego sus ministros” (Salmo 104:4). Los otros pueblos del valle no alcanzaron oír todo este ruido, ni los toques de la campana que daba aviso del fuego. Pero cuando el color vivo del fuego iluminó todo el monte Glarich hasta la cumbre, esta luz avisó a los pueblos de alrededor de la terrible calamidad. Con todo y eso, no hubo suficientes bomberos ni equipos en todo el valle para apagar tal fuego. ¡Ay, si tan sólo pudieran conseguir ayuda de Zurich o de las ciudades grandes del lago!
El encargado del correo estaba en un estado de desesperación en su puesto de trabajo. A pesar del humo espeso y del calor del fuego, envió mensaje tras mensaje a Swanden, a Uznach y a Zurich, suplicando socorro. Sin embargo, nadie contestaba sus mensajes.
En 1861 el sistema de telegrafía en Suiza no funcionaba de noche. No obstante, el encargado de Glaro intentó una última vez antes que las llamas le obligaran a salir de aquel lugar. Entonces envió un mensaje a Raperswil pidiendo ayuda. Por la providencia de Dios, el encargado de allí estaba trabajando todavía, aunque ya era tarde. Para gran sorpresa suya, escuchó el aviso en el alambre y pronto leyó las palabras terribles: “¡Fuego! ¡Fuego, un fuego espantoso! ¡Socorro, rápido!”
Inmediatamente se dio la alarma en Raperswil. En un instante un tren especial con bomberos y máquinas de bomba se apresuraba hacia Glaro. Llegaron al amanecer del día siguiente, justamente a tiempo para salvar algunos de los edificios más hermosos de la calle principal. No mucho después, trenes que traían más máquinas y más bomberos llegaron desde Zurich, Wadenswil y Sargans. Se libró una gran batalla. A un lado peleaban los humanos con todo su poder y sus habilidades. En el otro peleaba la furia insensible de la naturaleza. Los bomberos lograron salvar las fábricas de las cuales la gente de Glaro dependía para ganarse la vida. Por fin, el viento se calmó. Ya el fuego no tenía otra cosa para devorar.
El sábado por la mañana más de la mitad del pueblo había quedado hecho cenizas y ruinas. Un humo oscuro lo cubría todo. De vez en cuando uno podía escuchar el silbido de las llamas de fuego.
Cuatrocientos noventa edificios fueron reducidos a cenizas. La mayoría de los edificios públicos ya no existían más. Los poblanos más ricos sufrieron más. Habían perdido todo.
Como podrán recordar, la gente de Glaro había hablado de poner fin a las leyes de prevención de incendios. Eso había sido la noche antes que empezara el fuego. Habían decidido mantener vigentes algunas de estas leyes antiguas. Pero tal vez habían puesto su fe en su sabiduría en vez de ponerla en la gracia y la misericordia de Dios. Quizás se habían olvidado de dar gracias a Dios por su cuidado y protección. Y como hemos visto, aquella misma noche el fuego comenzó en un establo. Aunque los mozos del establo nunca usaban fuego en aquel lugar.
A pesar de todo, las mismas llamas que destruyeron a Glaro, encendieron el amor.
Este es el amor del cual Jesús habló en el segundo mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:39). Un amor maravilloso, práctico y generoso, comenzó a brillar en los corazones de la gente de Suiza. Pronto toda clase de ayuda fluía para las personas necesitadas. La comida, ropa, los muebles de casa, herramientas, y grandes cantidades de dinero llegaba desde todo el país. Muchos de los hombres más ricos y capaces de Suiza, llegaron personalmente ofreciendo consejos y ayuda.
La bondad de otros proveyó abrigo y otras cosas necesarias para los que habían perdido sus casas. La gente se pasó aquel verano entero y el siguiente invierno, limpiando los escombros y la basura. También hicieron planos para construir edificios nuevos. Los trabajos de reconstrucción empezaron tan pronto cuando los gorriones regresaron en la primavera de 1862. Varias compañías de albañiles y carpinteros llegaron para ayudar. Todos juntos empezaron a construir un pueblo más moderno y más grande sobre aquellas cenizas.