|
Libros Tratados Música Prédicas
Christian El valle del Bajo Inn en Baviera es un lugar encantador en verano. Uno puede percibir en el aire una suave fragancia a pasto seco en medio de huertos de manzanos y de pueblitos de techo rojo a los pies de los alpes austríacos: Kraiburg, Altötting, Garching, Tacherting, Mermos. . . . Pero los inviernos en Baviera son extremadamente fríos, y en especial lo fue el de 1555.Poco después de la Navidad, el magistrado de Mermos había decidido salir a perseguir a los Hermanos Suizos por undécima vez. En el pueblo se había corrido la voz que tres mensajeros de los Hermanos habían venido de Moravia con el propósito de organizar reuniones secretas. Aquí y allá se veían velas encendidas en ventanas cubiertas de nieve. En medio de la noche se alcanzaban a divisar las siluetas de aldeanos cubiertos con abrigos oscuros, quienes vacilando al llegar a cada esquina echaban un rápido vistazo en derredor antes de atreverse a cruzar las heladas calles y plazas. El coraje de los que anhelaban seguir las enseñanzas de Jesús había ido en aumento a medida que las reuniones se realizaban con buenos resultados. Los bautismos y las comuniones secretas eran cada vez más comunes. Pero aquella noche de invierno el magistrado confiaba en que finalmente lograría alcanzar su propósito. Un delator le había divulgado el lugar donde se llevaría a cabo la reunión de los Hermanos. Acompañado por un grupo de veinticuatro hombres a caballo, armados hasta los dientes, el magistrado procedió a rodear la casa del trabajador de campo donde sospechaba encontrar a los Hermanos reunidos. No obstante, al entrar en la casa la encontró vacía. El ruido de las pisadas de los caballos en la nieve congelada y la luna clara habían obrado en contra de sus planes. -¡A esta gente el diablo les cuenta todo! -exclamó el magistrado enfurecido de la desesperación. Luego de ese fallido intento se propuso exterminar a los hermanos de una vez por todas con un fanatismo nunca antes visto. Día y noche sus hombres se dedicaron a entrar por la fuerza en diferentes hogares, revolviendo todo lo que encontraban a su paso y metiendo sus lanzas en hornos, cajones, paja y montones de pasto seco. En una ocasión, a la madre de una familia rural la alzaron y la arrojaron por la escalera hasta llegar al sótano, por haberse rehusado a contestar sus preguntas. Los espías estaban al acecho por todas partes: debajo de las ventanas, en los lavaderos y hasta detrás de las pilas de leña. Ya nadie se sentía seguro de poder hablar en lugares públicos. Finalmente, después de una campaña que se prolongó por espacio de dos meses, el magistrado de Mermos consiguió atrapar a once creyentes que fueron confinados en la gélida cárcel del pueblo. Para obligarlos a retractarse, el magistrado los puso a prueba individualmente, alternando golpes y penosas torturas con palabras bondadosas y promesas. Poco a poco la determinación de los prisioneros fue cediendo. Magullados y ensangrentados, hambrientos y casi muertos de frío, todos los prisioneros se retractaron, a excepción de un aldeano llamado Christian. Durante varias semanas continuaron torturándolo e interrogándolo. Los miembros del consejo municipal no querían matar a Christian. A ellos les parecía que él era demasiado joven para ser ajusticiado como un criminal. -Vamos, Christian, déjate de tonterías -le dijeron- todos tus amigos se han retractado y te han abandonado. Hasta los mensajeros de Moravia se han ido. Tú eres la única persona en toda Baviera que todavía sigue aferrándose a esas creencias. Vamos, vuelve a ser como nosotros otra vez. -He de continuar con lo que he empezado -fue la respuesta de Christian. -No te estamos pidiendo que hagas cambios drásticos -le explicó uno de los miembros del consejo- Puedes llevar una vida decente entre nosotros y pertenecer a la iglesia de nuestro pueblo. Todo lo que te pedimos es que jures una sola vez, simplemente un pequeño juramento, y te dejaremos en libertad. -Mi Señor dice que no debemos jurar en ninguna manera -respondió Christian.- Obedeceré a él antes que a los hombres. Al ver que a pesar de todos sus esfuerzos Christian no cambiaba de parecer, sino que por el contrario su fe parecía acrecentarse, el magistrado y el consejo municipal decidieron al final condenarlo a muerte. Al llegar la primavera de 1555 lo condujeron a la plaza principal del pueblo para ejecutarlo. Para Christian el largo y frío invierno había llegado a su fin. Los sauces ya se habían puesto verdes de nuevo. Mirando a la gente, Christian se puso de rodillas delante del verdugo. Su rostro reflejaba la serenidad de una juventud no desperdiciada. El haber elegido la senda de Cristo no le había reportado ningún beneficio terrenal, ni siquiera el apoyo de otros creyentes en ese momento tan crítico. Un juramento sencillo hubiera sido suficiente para eludir la pena de muerte. Sin embargo, él prefirió ofrecer su cabeza y su sangre a la espada para pertenecer al reino de Dios en esta vida y para siempre. "Además, el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo" (Mateo 13. 44). Redactores: Jorge Rodriguez, Pedro Hoover, Guillermo Grothe Mancilla |