Ciudadanos del reino de Dios
Al reflexionar sobre el ministerio breve de Jesús en el mundo, el
apóstol Juan comentó que si todas las cosas que Jesús había hecho se escribieran
una por una, el creía que “ni aun en el mundo entero cabrían los libros que se
habrían de escribir” (Juan 21.25). Con todo, la noche antes de su muerte, Jesús
seleccionó de todas sus enseñanzas unos pocos puntos claves, los cuales quería
que sus seguidores recordaran de una manera especial.
Podría haber hablado con ellos de las doctrinas claves de la fe
cristiana. Pero no lo hizo. Podría haberlos reprendido por la dureza de su
corazón y por su incredulidad durante los años de su ministerio. Pero tampoco
hizo esto. En cambio, escogió repasar con ellos el plano del edificio más bello
que jamás se ha edificado en el mundo—la iglesia. Con un ejemplo gráfico
demostró a los apóstoles que aquellos que desearan guiar a la iglesia tienen que
ser siervos de todos. También explicó las señales que distinguirían a los
miembros de su iglesia. Subrayó tres señales de distinción:
1.La separación del mundo.
“Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros.
Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo,
antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece” (Juan 15.18-19).
2.Un amor sin condición.
“Como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos
que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos por los otros” (Juan
13.34-35).
3.Una fe obediente.
“Creéis en Dios, creed también en mí. . . . El que me ama, mi palabra guardará”
(Juan 14.1, 23).
Juan escribió de estas tres señales hacia el fin del primer siglo. Pero
¿guardó la iglesia estas señales de distinción en el siglo después de la muerte
de los apóstoles? ¿Cómo era en verdad la iglesia del segundo siglo?
Un pueblo no de este mundo
“Ninguno puede servir a dos señores”, declaró Jesús a sus discípulos
(Mateo 6.24). Sin embargo, a través de los siglos, al aparecer muchos cristianos
han tratado de mostrar que Jesús estaba equivocado. Nos hemos dicho que en
verdad podemos tener las cosas de dos mundos—las de este mundo y las del mundo
venidero. Muchos de nosotros llevamos una vida muy poco diferente de las
personas incrédulas con valores conservadores, excepto asistimos a los cultos de
la iglesia cada semana. Miramos los mismos programas de televisión. Compartimos
las mismas preocupaciones acerca de los problemas del mundo. A menudo, estamos
tan enredados en los negocios y en los afanes de las riquezas como nuestros
vecinos incrédulos. Así es que muchas veces nuestro “no ser de este mundo”
existe más en la teoría que en la práctica.
Pero los cristianos primitivos eran muy distintos de nosotros. Los
primeros cristianos se gobernaban por fundamentos y valores muy distintos de sus
vecinos. Rechazaron las diversiones del mundo, su honor, y sus riquezas. Ya
pertenecían a otro reino, y escuchaban la voz de otro Señor. Esto lo vemos en la
iglesia del segundo siglo tanto como en la del primer siglo.
La obra de un autor desconocido, escrito alrededor del 130, describe a
los cristianos a los romanos de la siguiente manera: “Viven en sus distintos
países, pero siempre como peregrinos. . . . Están en la carne, pero no viven
según la carne. Pasan sus días en el mundo, pero son ciudadanos del cielo.
Obedecen las leyes civiles, pero a la vez, sus vidas superan a esas leyes. Ellos
aman a todos los hombres, mas son perseguidos por todos. Son desconocidos y
condenados. Son llevados a la muerte, pero [serán] restaurados a la vida. Son
pobres, mas enriquecen a muchos. Poseen poco, mas abundan en todo. Son
deshonrados, pero en su deshonra son glorificados. . . . Y aquellos que los
aborrecen no pueden dar razón por su odio.”1
Ya que el mundo no era su hogar, los cristianos primitivos podían decir
sin reserva alguna, como Pablo, “el vivir es Cristo, y el morir es ganancia”
(Filipenses 1.21). Justino explicó a los romanos: “Ya que no fijamos nuestros
pensamientos en el presente, no nos preocupamos cuando los hombres nos llevan a
la muerte. De todos modos, el morir es una deuda que todos tenemos que pagar.”2
Un anciano de la iglesia exhortó a su congregación: “Hermanos, de buena
voluntad dejemos nuestra peregrinación aquí en el mundo para que podamos cumplir
la voluntad de aquel que nos llamó. No tengamos temor de salir de este mundo, .
. . sabiendo que las cosas de este mundo no son nuestras, y no fijamos nuestros
deseos en ellas. . . . El Señor dice: ‘Ningún siervo puede servir a dos
señores’. Si deseamos, pues, servir tanto a Dios como a la riqueza, nuestra vida
será sin provecho. ‘Porque ¿qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y
perdiere su alma?’ Este mundo y el venidero son enemigos. . . . Por tanto, no
podemos ser amigos de ambos.”3
Cipriano, el anciano de estima de la iglesia en Cartago, destacó el
mismo punto en una carta que escribió a un amigo cristiano: “La única
tranquilidad verdadera y de confianza, la única seguridad que vale, que es firme
y nunca cambia, es ésta: que el hombre se retire de las distracciones de este
mundo, que se asegure sobre la roca firme de la salvación, y que levante sus
ojos de la tierra al cielo. . . . El que es en verdad mayor que el mundo nada
desea, nada anhela, de este mundo. Cuán seguro, cuan inmovible es aquella
seguridad, cuan celestial la protección de sus bendiciones sin fin—ser libre de
las trampas de este mundo engañador, ser limpio de la hez de la tierra y
preparado para la luz de la inmortalidad eterna.”4
Hallamos este mismo tema en todos los escritos de los cristianos
primitivos, sean de Europa o de Africa del norte: no podemos tener a Cristo y a
la vez al mundo.
Para que no pensemos que los cristianos describían una vida que en
realidad no llevaban, tenemos el testimonio de los mismos romanos de esta época.
Un enemigo pagano de los cristianos escribió:
“Menosprecian los templos como si fueran casas de los
muertos. Rechazan a los dioses. Se ríen de cosas sagradas [de la idolatría].
Aunque pobres ellos mismos, sienten compasión de nuestros sacerdotes. Aunque
medio desnudos, desprecian el honor y las túnicas de púrpura. ¡Qué descaro y
tontería increíble! No temen las tormentas presentes, pero temen las que quizás
vengan en el futuro. Y aunque no temen en nada morir ahora, temen una muerte
después de la muerte. . . .
“A lo menos aprendan de su situación actual, gente
miserable, que es lo que en verdad les espera después de la muerte. Muchos de
ustedes . . . en verdad, según ustedes mismos dicen, la mayoría de ustedes . . .
están en necesidad, soportando frío y hambre, y trabajando en trabajos
agotadores. Pero su dios lo permite. O él no quiere ayudar a su pueblo, o él no
puede ayudarlos. Por tanto, o él es dios débil, o es injusto. . . . ¡Fíjense!
Para ustedes no hay sino amenazas, castigos, torturas, y cruces. . . . ¿Dónde
está su dios que los promete ayudar después de resucitar de entre los muertes?
El ni siquiera los ayuda ahora y aquí. Y los romanos, sin la ayuda del dios de
ustedes, ¿no gobiernan todo el mundo, incluso a ustedes también, y no disfrutan
los bienes de todo el mundo?
“Mientras tanto, ustedes viven en incertidumbre y
ansiedades, absteniéndose aun de los placeres decentes. Ustedes no asisten a los
juegos deportivos. No tienen ningún interés en las diversiones. Rechazan los
banquetes, y aborrecen los juegos sagrados. . . . Así, pobres que son, ni
resucitarán de entre los muertos ni disfrutarán de la vida ahora. De esta
manera, si tienen ustedes sensatez o juicio alguno, dejen de fijarse en los
cielos y en los destinos y secretos del mundo. . . . Aquellas personas que no
pueden entender los asuntos civiles no tienen esperanza de entender los
divinos.”5
Cuando yo leí por primera vez la acusaciones que los romanos hicieron
contra los cristianos, me sentí mortificado porque ninguno acusaría a los
cristianos de hoy en día de estas cosas. Nadie nos ha acusado jamás de estar tan
absorto en los negocios del reino celestial que descuidamos lo que este mundo
ofrece. De hecho, los cristianos de hoy son acusados de lo contrario—de ser
avaros y de ser hipócritas en nuestro culto a Dios.
Un amor sin condición
En ninguna otra época de la iglesia cristiana se ha visto un amor como
el que había entre los cristianos primitivos. Y los vecinos romanos no pudieron
sino verlo. Tertuliano relata que los romanos exclamaban: “¡He aquí cómo se aman
los unos a los otros!”6
Justino explicó el amor cristiano de esta manera: “Nosotros que antes
estimábamos ganar la riqueza y los bienes más que cualquier otra cosa, ahora
traemos lo que tenemos a un fondo común y lo compartimos con el que padece
necesidad. Antes nos aborrecíamos y nos destruíamos. Rehusábamos asociarnos con
gente de otra raza o nación. Pero ahora, a causa de Cristo, vivimos con aquellas
gentes y oramos por nuestros enemigos.”7
Clemente describió la persona que conoce a Dios de esta manera: “Por
amor a otro él se hace pobre a sí mismo, para que no pase por alto ningún
hermano que tenga necesidad. Comparte, especialmente si cree que él puede
soportar la pobreza mejor que su hermano. También considera que el sufrir de
otro es su propio sufrir. Y si sufre algo por haber compartido de su propia
pobreza, no se queja.”8
Cuando una enfermedad fatal inundó el mundo entero en el tercer siglo,
los cristianos eran los únicos que cuidaban a los enfermos. Los cuidaban aunque
corrían el peligro de contagiarse ellos mismos. Mientras tanto, los paganos
echaban a las calles a los enfermos, miembros de sus propias familias, para
protegerse de la enfermedad.9
Otro ejemplo ilustra el amor fraternal de los cristianos y su entrega
total al señorío de Cristo. Cuando un actor pagano se convirtió en cristiano, se
dio cuenta de que no podía seguir en su empleo. Sabía que las obras dramáticas
fomentaban la inmoralidad y estaban empapados en la idolatría pagana. Además, el
teatro a veces hizo homosexuales a los muchachos con el propósito de prepararlos
para hacer mejor el papel de mujeres en las obras. Pero ese actor recién
convertido no tenía ninguna otra pericia para el empleo. Por eso, él propuso
establecer un colegio para enseñar el drama a alumnos incrédulos. Sin embargo,
primero presentó su plan a los ancianos de la iglesia para oír sus consejos.
Los ancianos le dijeron que ya que la profesión de actor era inmoral, le
sería inmoral enseñar esa profesión a otros. No obstante, esa cuestión era nueva
para ellos. Escribieron una carta a Cipriano en Cartago, la ciudad más cercana,
para pedir sus consejos también. Cipriano estaba de acuerdo con ellos en que un
cristiano no debía enseñar una profesión que él mismo no podía practicar.
¿Cuántos de nosotros estaríamos tan preocupados por la justicia que
presentaríamos nuestros planes de empleo a los ancianos de la iglesia o a una
junta de diáconos? ¿Y cuántos ancianos hay en la iglesia actual que estarían tan
preocupados por no ofender a Dios que tomarían una posición semejante tan firme?
Pero eso no es el fin de la historia. Cipriano también dijo a la iglesia
que debían estar dispuestos a sostener económicamente al actor si no podía
ganarse la vida de otra manera—de la misma manera que sostenían a los huérfanos,
o a las viudas y a otras personas necesitadas. Pero escribió más: “Si la iglesia
allí no tiene los recursos para sostenerlo, él puede trasladarse para acá y le
daremos lo que le falte para ropa y comida”.10
Cipriano y su iglesia ni siquiera conocían a ese actor, mas estaban
dispuestos a sostenerlo sólo porque era creyente, compañero en la fe. Fue así
como un cristiano dijo a los romanos: “Nos amamos los unos a los otros con amor
fraternal porque no conocemos el odio.”11 Si los cristianos de hoy en
día se atrevieran a decir tal cosa al mundo, ¿lo creería el mundo?
El amor de los cristianos no se reservó sólo para otros creyentes. Los
cristianos primitivos ayudaban también a los incrédulos: los pobres, los
huérfanos, los ancianos, los enfermos, los náufragos . . . y aun a sus
perseguidores.12 Jesús había dicho: “Amad a vuestros enemigos . . . y
orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5.44). Los cristianos
primitivos recibieron estas palabras como un mandamiento del Señor, no como un
ideal bello pero poco práctico para la vida actual.
Lactancio escribió: “Si todos nos hemos originado de un hombre, quien
fue creado por Dios, claramente pertenecemos a una sola familia. Por esta razón
lo tenemos por abominación el aborrecer a otra persona, no importa cuán culpable
sea. Por este motivo, Dios ha ordenado que no aborrezcamos a nadie, sino más
bien que destruyamos el odio. De esta manera podemos consolar aun a nuestros
enemigos, recordándoles que somos parientes. Porque si todos hemos recibido la
vida de un solo Dios, ¿qué somos sino hermanos? . . . Y ya que somos hermanos,
Dios nos enseña a nunca hacer el mal a otro, sino sólo el bien—auxiliando a los
oprimidos y abatidos, y dando comida a los hambrientos.”13
Las Escrituras enseñan que el cristiano no debe llevar su hermano ante
la ley. Al contrario, debe sufrir el ser defraudado por su hermano, si fuera
necesario (1 Corintios 6.7). No obstante, como abogado he visto que los
cristianos de hoy en día no temen demandar a su hermano ante la ley por algún
daño que han recibido. Doy un ejemplo de un caso perturbador que sucedió hace
poco en la ciudad donde vivo. Un alumno en un colegio cristiano trabajaba en la
escuela en sus horas libres para ayudar a pagar su instrucción. Un día se
desmayó a causa de los vapores de un insecticida que aplicaba por el colegio.
Tuvo que ser hospitalizado por un día. El colegio aparentemente aplicaba mal el
insecticida. ¿Y qué resultó? Los padres del alumno demandaron ante la ley al
colegio por más de medio millón de dólares. Por contraste, los cristianos
primitivos no sólo rehusaban llevar ante la ley a sus hermanos cristianos, la
mayoría de ellos no llevaban ante la ley a nadie. A la vista de ellos, todo ser
humano era su hermano o su hermana.
No debemos extrañarnos de que el cristianismo se extendió rápidamente de
un extremo del mundo a otro, y eso aunque había pocas organizaciones misioneras
y pocos programas de evangelismo. El amor que practicaban llamaba la atención
del mundo, así como Jesús había dicho.
Una fe en Dios como la de niño
Para los cristianos primitivos, tener fe en Dios significaba mucho más
que dar un testimonio conmovedor del “momento en que fijé mi fe en el Señor”.
Significaba que creían que Dios era digno de confianza aun cuando creer en él
los involucraba en gran sufrimiento.
“Una persona que no hace lo que Dios ha ordenado revela que realmente no
tiene fe en Dios,”14 declaró Clemente. Para los cristianos
primitivos, decir que uno confiaba en Dios y rehusar a obedecerle era una
contradicción (1 Juan 2.4). El cristianismo de ellos era más que meras palabras.
Un cristiano del segundo siglo lo expresó así: “No decimos grandes cosas . . .
¡las vivimos!”15
Una señal distintiva de los cristianos primitivos era su fe como de niño
y su obediencia literal a las enseñanzas de Jesús y de los apóstoles. Ellos no
creían que tenían que entender la razón por el mandamiento antes de obedecerlo.
Sencillamente confiaban que el camino marcado por Dios era el mejor camino.
Clemente preguntó: “¿Quién, pues, tendrá tanto descaro como para descreer a
Dios, y demandar de Dios una explicación como si él fuera hombre?”16
Confiaban en Dios porque vivían en el temor de su majestad y sabiduría.
Félix, un licenciado cristiano en Roma, contemporáneo de Tertuliano, lo expresó
de esta manera: “Dios es mayor que todos nuestros pensamientos. El es infinito,
inmenso. Sólo él mismo comprende la inmensidad de su grandeza; nuestro corazón
es muy limitado como para comprenderlo. Lo estimamos como es digno de ser
estimado cuando decimos que está más allá de nuestra estimación. . . . Quien
piense que conoce la grandeza de Dios, disminuye su grandeza.”17
El ejemplo más grande de la fe de los cristianos primitivos lo vemos en
la buena acogida que dieron a la persecución. Desde el tiempo del emperador
Trajano (alrededor del año 100 d. de J.C.) hasta el edicto de Milán proclamado
en 313, ser cristiano era ilegal dentro del imperio romano. En verdad, era
delito que se castigaba con la muerte. Pero los oficiales romanos, por lo
general, no buscaban a los cristianos. Los pasaban por alto a menos que alguien
los acusara ante la ley. Por eso, a veces los cristianos sufrían la persecución;
a veces, no. O los cristianos en una ciudad sufrían torturas inhumanas y hasta
la muerte, mientras en otra ciudad vivían tranquilos. Así ningún cristiano vivía
seguro. Vivía con la sentencia de muerte descansando sobre su cabeza.
Los cristianos primitivos estaban dispuestos a sufrir horrores
indecibles—y hasta morir—antes de negar a Dios. Esto, en unión con su vida
ejemplar, servía de herramienta eficaz en el evangelismo. Pocos romanos estaban
dispuestos a dar su vida por sus dioses. Cuando los cristianos morían por su fe
en Dios, daban testimonio del valor de ella. En verdad, la palabra griega para
“testigo” es mártir. No es de extrañarse, pues, que esta misma palabra es
también la palabra que los griegos usaban para “mártir”. En varias citas de la
Biblia donde leemos nosotros de ser testigos, los cristianos primitivos
entendían que hablaba de ser mártires. Por ejemplo, Apocalipsis 2.13 dice que
“Antipas mi testigo fiel fue muerto entre vosotros”. Los cristianos primitivos
entendían que el pasaje decía: “Antipas mi mártir fiel”.
Aunque muchos cristianos trataban de huir de la persecución local, no
intentaron salir del imperio romano. Como niños, creían que su Maestro hablaba
la verdad cuando dijo que su iglesia se edificaría sobre una roca y las puertas
del Hades no prevalecerían contra ella. Bien sabían que millares de ellos
podrían encontrarse con muertes terriblemente injustas. Podrían padecer torturas
agudísimas. Podrían terminar en las prisiones. Pero estaban plenamente
convencidos de que su Padre no permitiría que la iglesia fuera aniquilada. Los
cristianos aparecieron ante los jueces romanos con manos indefensas, proclamando
que no usarían medios humanos para tratar de preservar la iglesia. Confiaban en
Dios, y sólo en Dios, como su Protector.
Los cristianos primitivos creían lo que Orígenes dijo a los romanos:
“Cuando Dios permite que el tentador nos persiga, padecemos persecución. Y
cuando Dios desea librarnos de la persecución, disfrutamos de una paz
maravillosa, aunque nos rodea un mundo que no deja de odiarnos. Confiamos en la
protección de aquel que dijo: ‘Confiad, yo he vencido al mundo’. Y en verdad él
ha vencido al mundo. Por eso, el mundo prevalece sólo mientras permite que
prevalezca el que recibió poder del Padre para vencer al mundo. De su victoria
cobramos ánimo. Aun si él desea que suframos por nuestra fe y contendamos por
ella, que venga el enemigo contra nosotros. Les diremos: ‘Todo lo puedo en
Cristo Jesús, nuestro Señor, que me fortalece’.”18
Cuando era joven, Orígenes había perdido a su padre en una ola de
persecución, y él mismo al fin moriría de la tortura y la encarcelación a manos
de los romanos. A pesar de todo, con confianza inquebrantable les dijo: “Con el
tiempo toda forma de adoración será destruida excepto la religión de Cristo. Únicamente
ésta permanecerá. Sí, un día triunfará, porque sus enseñanzas asen la mente de
los hombres más y más cada día.”19
Los capítulos
Introducción
1 El prisionero
2 Los cristianos primitivos
3 Ciudadanos de otro reino
4 La cuestión de cultura
5 ¿Por qué tuvieron éxito?
6 Acerca de la salvación
7 Acerca de la predestinación y el libre albedrío
8 Lo que el bautismo significaba
9 La prosperidad: ¿una bendición?
10 El Nuevo Testamento y el Antiguo
11 ¿Quién entiende mejor?
12 ¿Se falsificaron las enseñanzas?
13 Cómo el cristianismo primitivo se destruyó
14 Los muros restantes se derrumban
15 El cristiano más influyente
16 ¿Fue la Reforma un retorno al cristianismo primitivo?
17 El renacimiento del cristianismo primitivo
18 ¿Qué quiere decir para nosotros?
Diccionario biográfico
Notas del texto