22 El reino de la teología
El año 325 encontró a la iglesia enredada en una polémica acalorada sobre la naturaleza del Hijo de Dios y su Padre. Los dos proponentes principales en esta disputa eran Alejandro, obispo de Alejandría, y Arrio, un anciano o presbítero de la misma ciudad. Considerándose como una especie de obispo universal, Constantino se hizo cargo de convocar un concilio mundial de obispos en la ciudad de Nicea a fin de resolver esta disputa. Él incluso dirigió dicho concilio.
Permítame darle algunos antecedentes sobre la naturaleza de la herejía de Arrio discutida en el concilio.
La diferencia entre “la naturaleza” y “el orden”
Desde el mismísimo primer siglo, la iglesia había mantenido ciertos criterios elementales acerca del Padre y el Hijo. Estos criterios estaban bien fundados en las escrituras. Para comprender las enseñanzas históricas de la iglesia sobre el Padre y el Hijo, una persona tiene que entender la diferencia entre “la naturaleza” y “el orden”. En teología, “naturaleza” o “sustancia” se refiere a la esencia o clase a la cual pertenece una persona o criatura. Todos los seres humanos son de la misma naturaleza o sustancia. Ningún hombre o mujer es menos humano que cualquier otra persona. Sin embargo, los seres humanos se diferencian los unos de los otros en cuanto al orden o las posiciones de autoridad. El presidente tiene autoridad sobre el vicepresidente. Estas dos personas son iguales en naturaleza, pero se diferencian en orden.
Ahora bien, la iglesia siempre ha enseñado que el Padre y el Hijo son de la misma naturaleza o sustancia. El Hijo no es algo ajeno al Padre. Él no tiene la naturaleza de los ángeles, sino que posee la misma naturaleza que el Padre. Tanto el Padre como el Hijo son igualmente divinos. El Hijo posee verdadera divinidad, así como el Padre.
Sin embargo, existe una diferencia de orden o autoridad entre el Padre y el Hijo. La igualdad de naturaleza no significa igualdad de orden. Así como hay una jerarquía de orden entre marido y esposa, también hay una jerarquía de orden dentro de la Trinidad. Pablo explicó esto al decir: “Pero quiero que sepáis que Cristo es la cabeza de todo varón, y el varón es la cabeza de la mujer, y Dios la cabeza de Cristo” (1 Corintios 11.3). El Padre tiene autoridad sobre el Hijo. El Hijo es enviado por el Padre. El Hijo hace la voluntad del Padre. Y el Hijo se sienta a la diestra del Padre. Esta jerarquía de orden no puede invertirse. Pero esta diferencia en orden de ninguna manera disminuye la divinidad del Hijo.
Cuando los cristianos no entienden la diferencia entre naturaleza y orden, terminan con una comprensión confusa de la Trinidad. Y ese era el problema con el anciano del siglo IV, Arrio. Él confundió la naturaleza y el orden. Debido a la jerarquía de orden que hay en la Trinidad, Arrio erróneamente creyó que también hay una jerarquía de naturaleza o sustancia. De modo que él sostenía que el Hijo no es de la misma naturaleza que el Padre. Más bien, él decía que el Hijo estaba en alguna parte entre los ángeles y el Padre.
La solución de Constantino
Como ya hemos mencionado, para aclarar este asunto, Constantino convocó un concilio mundial en la ciudad de Nicea. Sin embargo, desde que se convocó el Concilio de Nicea, los partidarios de Arrio pronto se dieron cuenta de que iban a perder el debate, ya que eran superados numéricamente. En ese momento, ellos hicieron concesiones importantes y pidieron tolerancia en vista de la naturaleza incomprensible de los temas en discusión. Ellos incluso estuvieron de acuerdo en no emplear ningún lenguaje o expresiones que no aparecieran en la escritura.
Sin embargo, en lugar de acercarse a Arrio y sus partidarios con amor, y con la intención de acabar con esta división teológica en la Iglesia, los obispos ortodoxos recibieron con desdén sus concesiones y sus propuestas para una reconciliación. De hecho, los obispos buscaron de forma resuelta una resolución que hiciera irreconciliable la brecha entre las dos partes.
Sin embargo, ningún obispo ortodoxo estuvo dispuesto a sugerir que el concilio hiciera lo que anteriormente había sido inconcebible: añadir algo a la escritura. De manera que el concilio se encontraba en un punto muerto. En ese momento, Constantino intervino nuevamente para “ayudar” a la iglesia. Él sugirió que los obispos cambiaran el simple credo que había servido a la iglesia durante 300 años y le añadieran la palabra homoousian (de la misma naturaleza), diciendo que el Padre y el Hijo eran homoousian. Los obispos pronto aceptaron la solución de Constantino y adoptaron este nuevo credo.
Como declaración sucinta de la divinidad de Cristo y de la relación del Padre con el Hijo, yo creo que el Credo Niceno es uno de los mejores. Dicho credo expresa fielmente lo que los cristianos habían creído sobre el Hijo de Dios desde los días de los apóstoles hasta el tiempo de Constantino.1
Nicea: Una encrucijada importante para la Iglesia
Sin embargo, Nicea marca una encrucijada importante en la historia cristiana, un cambio para mal. Eso se debe a que el credo niceno introdujo cuatro nuevas corrupciones en la Iglesia que la alejaron más y más del reino de Dios y del cristianismo original.
1. Los perseguidos se convierten en perseguidores
Después del Concilio de Nicea, la Iglesia acertadamente excomulgó a Arrio, quien era un hombre divisivo que enseñaba falsas doctrinas. En los tres primeros siglos del cristianismo, el asunto hubiera concluido ahí. Sin embargo, Constantino fue más allá y desterró a Arrio de su ciudad natal de Alejandría a la provincia de Illyricum, al otro lado del Mar Mediterráneo. Constantino luego ordenó que quemaran todos los escritos de Arrio. Y lo que es peor, Constantino declaró que cualquiera que fuera sorprendido con escritos de Arrio sería ejecutado. 2 En lugar de oponerse a estas medidas, los obispos las aplaudieron.
Catorce años antes, los cristianos eran los perseguidos. Ahora ellos eran los perseguidores. Constantino llegó a creer que la tarea más importante del magistrado civil era preservar y apoyar la fe “católica”. Para Constantino, los herejes o cismáticos que se oponían a sus órdenes no eran otra cosa que criminales rebeldes. Con el tiempo, él comenzó a adoptar casi textualmente el lenguaje de los decretos de Diocleciano (quien había iniciado la última gran persecución contra los cristianos) y a aplicar ese lenguaje a los varios decretos destinados a reprimir a los herejes.3
Este nuevo tipo de persecución resultó ser mucho más dañina en sus efectos que cualquier otra llevada a cabo por la Roma pagana de años atrás. Esta nueva persecución, a diferencia de la persecución pagana, no eligió como blanco a todos los que creían en Jesús como su Señor y Salvador. Más bien, eligió como blanco sólo a aquellos a quienes la Iglesia institucional tildaba de herejes. En verdad, los arrianos eran herejes. Pero eso no justificaba que los persiguieran. Además, muchos de los que la Iglesia persiguió después de eso no eran herejes, sino verdaderos cristianos del reino.
Esta nueva persecución a menudo no sólo elegía como blanco a los cristianos inocentes del reino, sino que también manchaba de sangre las manos de los propios perseguidores cristianos, y los arrastraba hacia la conducta depravada del mundo. Los cristianos comenzaron a imaginarse que ellos podían emplear los instrumentos de Satanás si lo hacían con un propósito “piadoso”. Esta nueva persecución hizo muy difícil que la Iglesia alguna vez pudiera ser reformada o restaurada a su pureza original. Eso se debió a que cualquier reformista potencial pronto era tildado de hereje y luego silenciado.
Al instituir la persecución patrocinada por la Iglesia, el Concilio de Nicea deshizo cualquier bien que hubiera podido resultar del Concilio.
2. Más allá de la escritura
Por muchas razones, el impacto que el Concilio de Nicea tuvo sobre la teología fue incluso más grave que su impacto sobre la persecución. Eso se debió a que el Credo Niceno hizo que la ortodoxia dependiera de una palabra que ni siquiera aparece en la escritura: homoousian. Esta palabra griega significa “de la misma naturaleza”, y describe fielmente la relación del Hijo de Dios con el Padre, como ya hemos analizado. Yo no tengo objeción alguna al uso de esta palabra.
Sin embargo, al convertir una palabra que nunca se usa en la escritura en la piedra angular de la ortodoxia, Nicea abrió una caja de Pandora. Eso se debe principalmente a que el Concilio de Nicea estaba planteando que la escritura es inadecuada. El Concilio planteaba que había verdades esenciales, sin las cuales no podemos ser salvos, que no se expresan de manera específica en la escritura. En lugar de confiar en Dios y creer que sus escrituras eran adecuadas, los obispos del primer Concilio de Nicea recurrieron a una solución humana para resolver la controversia arriana. Y el fruto que siguió le hizo más daño a la Iglesia que cualquier perjuicio que Arrio le hubiera causado.
Ya que los obispos habían ido más allá de la escritura, ellos casi inmediatamente vieron la necesidad de declarar que la decisión del Concilio de Nicea había sido inspirada por Dios y que era análoga a la escritura. Mejor dicho, estaban proponiendo que las revelaciones especiales no habían concluido con los apóstoles. Luego de un lapso de más de doscientos años, supuestamente el Espíritu Santo otra vez estaba dando una revelación especial al mismo nivel que la escritura. Hasta nuestros días, la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa Oriental declaran categóricamente que los pronunciamientos del Concilio de Nicea y los otros llamados concilios ecuménicos tienen la misma autoridad que la escritura.
Con el paso de los siglos, la Iglesia le añadió más y más lenguaje extra bíblico al dogma del cristianismo. Hasta le añadieron un lenguaje que era contrario a la escritura. Por ejemplo, cuatrocientos sesenta años después, en el año 785 d. de J.C., otro concilio ecuménico, que también se reunió en Nicea, hizo el siguiente pronunciamiento:
Al igual que la representación de la cruz preciosa y viva, también las imágenes venerables y santas, tanto en pintura y mosaicos como en otros materiales adecuados, deben ser exhibidos en las santas iglesias de Dios y en los utensilios sagrados y en las vestiduras. (…)
A estas cosas se les debe dar debida salutación y adoración [en griego: proskineo] honorable, no la verdadera adoración de fe [en griego: latria], la cual pertenece solamente a la Naturaleza Divina. Pero a estas cosas, al igual que a la representación de la cruz preciosa y viva y al libro de los evangelios y a los otros objetos santos, se les puede ofrecer incienso y velas conforme a la antigua costumbre piadosa. Por cuanto el honor que se dispensa a la imagen se transmite a lo que la imagen representa, y el que adora a la imagen adora a lo representado en ella. (…) De modo que seguimos a Pablo, quien habló en nombre de Cristo, y a toda la compañía apostólica divina y a los padres santos, manteniendo las tradiciones que hemos recibido. (…)
Saludamos a las imágenes venerables. Tenemos por anatema a los que no hagan esto. (…) Anatema a los que no saludan a las imágenes santas y venerables. Anatema a los que llaman ídolos a las imágenes sagradas.4
Las escrituras, como también la iglesia primitiva, habían condenado el uso de las imágenes. Ahora la Iglesia condenaba a los que no usaban las imágenes.
3. La teología se convierte en la esencia del cristianismo
Después de Nicea, la Iglesia llegó a creer que la esencia del cristianismo es la teología. La Iglesia suponía que las personas podían ser cristianas simplemente al darle aprobación mental a un listado de doctrinas… sin un cambio radical en sus vidas.
Lo que es más aún, la Iglesia ya no estaba satisfecha con la teología elemental del evangelio del reino. Más bien, ahora ésta se concentraba en puntos minuciosos de la teología que el cristiano común probablemente no alcanzaría a comprender. De modo que Nicea dio origen a un tipo de cristiano totalmente nuevo: el teólogo o padre de la Iglesia. Y desde la aparición de estos teólogos, la Iglesia no ha conocido un solo año de paz libre de polémicas teológicas.
El obispo del siglo IV, Hilary de Pointers, dijo: “La semejanza parcial o total del Padre y del Hijo es un tema de discusión para estos tiempos convulsos. Cada año, no, cada mes, inventamos nuevos credos para describir misterios invisibles. Nos arrepentimos de lo que hemos hecho, defendemos a los que se arrepienten, anatematizamos a aquellos a quienes defendimos. Lo mismo condenamos la doctrina de los demás en nosotros mismos, que la nuestra propia en la de los demás. Y desgarrándonos los unos a los otros de forma recíproca, nosotros hemos sido la causa de la ruina mutua”.5
El siglo IV fue testigo de varios concilios de la Iglesia, y las discusiones entre los teólogos se hicieron cada vez más maliciosas. Estos teólogos, sin excepción, no se atribuían a sí mismos otra cosa que no fuera virtud y motivos puros, pero les imputaban el mal y motivos ocultos a sus adversarios. Nadie estaba dispuesto a creer que los errores sostenidos por sus adversarios podrían ser inocentes o que su fe quizá era sincera.
Nadie era capaz de acercarse a su hermano en amor, en un intento por ayudarlo a ver la verdad. Más bien, los teólogos sólo buscaban refutar y condenar a sus adversarios. No es de extrañarse que un historiador secular romano de ese tiempo, Ammianus Marcellinus, dijera que la enemistad que los cristianos sentían los unos por los otros sobrepasaba la furia de las bestias salvajes contra los hombres.6
Antes de transcurrido un siglo después de Nicea, la Iglesia ya creía que el simple hecho de estudiar la Biblia no era suficiente para darle a alguien una comprensión acertada de la fe. También era necesario estudiar los escritos de estos nuevos padres de la Iglesia y los decretos de los varios concilios de la Iglesia. Sólo por el hecho de que un hombre fuera devoto y estuviera familiarizado con las escrituras no significaba que estuviera capacitado para predicar en la Iglesia. Lo que importaba no era el conocimiento que tuviera un hombre de lo que las escrituras decían, sino más bien su conocimiento de lo que la Iglesia decía.
Una vez que el veneno de este “nuevo cristianismo” hizo su efecto hasta en lo profundo de la Iglesia, ésta declaró que nadie, sin importar cuan piadoso fuera, podría predicar el evangelio (ya fuera dentro o fuera de una iglesia) sin la autorización oficial de la Iglesia. Predicar sin una licencia se convirtió en un delito castigado con encarcelamiento e incluso la muerte.
Esta nueva ley no necesariamente se debía a que la Iglesia deliberadamente quisiera mantener a la gente en las tinieblas. Me parece que los motivos de la Iglesia eran sinceros. Los predicadores sin licencia habrían podido malentender las escrituras y de ese modo engañar a la gente, haciendo que perdieran la vida eterna. Pero, nuevamente, la Iglesia estaba haciendo uso de los medios humanos para resolver los problemas en lugar de confiar en los métodos de Dios.
4. La Biblia se convierte en un libro peligroso
En su entusiasmo por adoptar las definiciones extra bíblicas y la teología compleja, la Iglesia terminó convirtiendo a la Biblia en un libro peligroso. La Iglesia opinaba que los cristianos que leyeran la Biblia por sí mismos no podían esperar llegar a la doctrina “verdadera”. Tales cristianos casi siempre caían en herejías. Los cristianos ya no podían escuchar lo que el propio Jesús dijo con palabras claras. En su lugar, ellos tenían que creer lo que la Iglesia les mandaba que creyeran.
Con el tiempo, la Iglesia llegó al punto de creer que una persona podría terminar perdiendo su alma por leer y creer en las escrituras. A consecuencia de esto, en 1229, el sínodo de Toulouse aprobó un edicto canónico que declaraba: “A los laicos no se les permite poseer los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, sino solamente el Salterio, el Breviario o el Pequeño Oficio de la Virgen Bendita. Y estos libros no deben estar en la lengua vernácula.”7
La Biblia se había convertido en un libro peligroso. De algún modo las palabras de Jesús y sus apóstoles ya no eran seguras para que las leyera la gente inculta.
Notas finales
1 Véase mi obra, A Dictionary of Early Christian Beliefs, donde hago constar más sobre esto bajo el encabezamiento, “Christ, Divinity Of”.
2 Sócrates, Ecclesiastical History, Libro I, cap. 9. The Nicene and Post-Nicene Fathers, Second Series, Tomo II, 14.
3 Edward Gibbon, The Decline and Fall of the Roman Empire, (New York, Penguin Books, 1952) 386.
4 “The Decree of the Holy, Great, Ecumenical Synod, the Second of Nicaea,” Philip Schaff, y Henry Wace, eds., The Nicene and Post-Nicene Fathers, Second Series, 10 tomos. (Grand Rapids: William B. Eerdmans Publishing Company, 1982) Tomo XIV, 550–551.
5 Hilary of Pointers, citado por Gibbon, 397.
6 Ammianus Marcellinus, The Later Roman Empire (New York, Penguin Books, 1986) 239.
7 Colman J. Barry, ed., Readings in Church History (Westminster, Maryland: Christian Classics, Inc., 1985) 522.