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¡Falsificación
en el nombre de Cristo!
La Iglesia institucional no se desmoronó cuando el Imperio Romano Occidental cayó. De hecho, la caída de Roma sólo aumentó el poder de la Iglesia. Después de la caída del Imperio Romano Occidental, la Iglesia se convirtió en la institución principal de la civilización en la Europa occidental. A medida que los invasores germánicos dividieron Occidente en reinos “cristianos” más pequeños, el obispo de Roma fue tomando el estatus disfrutado anteriormente por el emperador romano occidental. Ahora él era más conocido por todos simplemente como “el Papa”, y se había convertido en una de las personas más poderosas de Occidente.
Con el paso de los siglos, la Iglesia Católica Romana continuó creciendo en riquezas y poder. Roma siguió siendo la ciudad principal de la Europa occidental, pero ahora sus principales ingresos procedían de la Iglesia. Miles de peregrinos viajaban cada año para ver la catedral de San Pedro en Roma y mirar los huesos de San Pedro. Los buenos “cristianos” de Roma exprimieron a estos peregrinos a más no poder. Por toda Roma, los cristianos vendían pedazos de la cruz, huesos de los santos y otras reliquias.
Según el híbrido constantiniano, ahora el Papa gobernaba en calidad de dos cargos diferentes. Él era el príncipe terrenal de Roma, y también era el obispo universal de la Iglesia Católica Romana. A fin de justificar los poderes terrenales del Papa, en el año 750 un clérigo papal falsificó un documento legal que pretendía ser una donación del reinado terrenal de Constantino al obispo de Roma y a todos sus sucesores. La donación sería válida hasta el fin del mundo. Este documento fraudulento, conocido como la Donación de Constantino, engañó a casi todo el mundo en la Europa medieval. Partes de este documento fraudulento dicen así:
Debido a que nuestro poder imperial es terrenal, nosotros [es decir, Constantino] hemos decidido honrar reverentemente a Su más Santa Iglesia Romana y exaltar la más Santa Sede del bendito Pedro y atribuirle gloria por encima de nuestro propio Imperio y trono terrenal, atribuyéndole poder y majestad gloriosa y fortaleza y honor imperial. (…)
Por medio de la presente concedemos nuestro palacio imperial de Letrán, el cual sobrepasa y supera a todos los palacios en el mundo entero. También concedemos una diadema, que es la corona puesta sobre nuestra cabeza, y al mismo tiempo la tiara. (…) También concedemos el manto púrpura y la túnica carmesí y todas nuestras indumentarias imperiales. (…)
Para que corresponda con nuestro propio Imperio y de manera que la autoridad pontifical suprema no sea deshonrada, sino más bien adornada con un poder glorioso mayor que la dignidad de cualquier imperio terrenal, he aquí, otorgamos al más Santo Pontífice, nuestro padre Silvestre, el Papa universal, no sólo el palacio mencionado anteriormente, sino también la ciudad de Roma y todas las provincias, distritos y ciudades de Italia y de las regiones occidentales.1
De manera que el Papa estaba reclamando no sólo el liderazgo secular de Roma, sino también el liderazgo de toda Italia y de las “regiones occidentales”.
Haciendo uso de la falsa
Donación de Constantino
Para el año 755, un pueblo germánico llamado los lombardos había tomado el control de la mayor parte de Italia. El Papa temía que ellos también contemplaran la posibilidad de tomar la ciudad de Roma. Por favor, comprenda que los lombardos eran buenos “cristianos”, pero eso no cambiaba en nada el asunto. Los católicos no vacilaban en invadir las tierras de otros católicos ni en asesinar a la gente católica que vivía en esas tierras. Temiendo que los lombardos también ocuparan Roma, el Papa Esteban hizo un viaje a Galia para tratar de convencer a Pepin, Rey de los francos, de que él debía acudir en ayuda del Papa. El Papa le mostró a Pepin la falsa Donación de Constantino y lo instó, como buen rey cristiano, a recuperar y “restituir” las ciudades italianas para San Pedro y sus sucesores, los papas. Dejándose engañar por la Donación falsa, los francos acudieron en ayuda del Papa, derrotaron a los lombardos y le devolvieron al Papa unas veinte ciudades italianas, creando un bloque de territorios conocido a partir de esa fecha como los Estados Pontificios.
Por supuesto, todo este poder mundano y los inmensos ingresos tributarios procedentes de los Estados Pontificios convirtieron el oficio de Papa en algo muy envidiable para los hombres con motivos menos que piadosos. Distintas facciones de familias poderosas en Roma pelearon entre sí por adquirir el “trono de Pedro”. En un año, cuatro hombres ocuparon el trono papal, habiendo sido asesinados los tres primeros.
Dos reinos, dos nombres
En el año 954, Alberico, príncipe de Roma, se preparaba para ir a la batalla cuando repentinamente se enfermó con una fiebre mortal. Al darse cuenta de que estaba a punto de morir, Alberico convocó a los otros nobles de Roma junto a la tumba de San Pedro. Allí, Alberico le pidió a los nobles que juraran sobre los huesos de Pedro que ellos elegirían a su hijo de quince años, Octaviano, como príncipe de Roma después de su muerte. Él también los hizo jurar que ellos convertirían a Octaviano en el próximo Papa, una vez que muriera el Papa actual. Los nobles así lo juraron.
De manera que a la edad de quince años, Octaviano se convirtió en el príncipe de Roma. Un año después, también se convirtió en Papa. A fin de distinguir cuándo él estaba actuando en su calidad oficial de príncipe de Roma, y cuándo estaba actuando en su calidad de Papa, a Octaviano se le ocurrió una brillante idea. En su calidad de Papa, él adoptó el nombre artificial de Juan XIII. Como príncipe de Roma, él usó su nombre verdadero, Octaviano. Él gobernaba sobre dos reinos, ¿por qué, entonces, no tener dos nombres? El precedente que Octaviano sentó de adoptar un nombre falso ha permanecido como la práctica de los papas desde entonces.
Octaviano (el Papa Juan) protegió su pontificado y su principado haciéndose rodear de pandillas y matones armados. Él fue tan increíblemente malvado que un historiador lo ha llamado un “Calígula cristiano”.2 Él fue adicto a las bebidas alcohólicas, a los juegos de azar con apuestas grandes y a toda clase de libertinaje que uno pudiera imaginarse. Él prácticamente convirtió el Palacio de Letrán en una casa de prostitución. Sus contemporáneos presentaron cargos en su contra que decían que las mujeres peregrinas estaban siendo violadas dentro de la mismísima iglesia de San Pedro.
Finalmente, por medio de la ayuda del rey germano Otto, algunos de los sacerdotes y obispos convocaron un concilio para presentar al Papa Juan ante un juicio eclesiástico. Sin embargo, el Papa Juan se negó a asistir, y se ocultó en un escondite. Una vez que los ejércitos germanos abandonaron la ciudad, el Papa regresó a Roma y desahogó su furia sobre los clérigos que habían testificado en su contra en el concilio. Un sacerdote fue azotado hasta casi morir. A otro le arrancaron la lengua, a un tercero le cortaron una mano y a un cuarto clérigo le cortaron la nariz y los dedos.3
Persigamos a los verdaderos hacedores
de maldad
Aunque varios papas fueron monstruos malvados, la Iglesia nunca excomulgó ni castigó a ninguno de ellos por sus asesinatos y por su libertinaje. Los únicos casos en que los papas eran retirados de sus cargos era cuando sus adversarios los mataban o los quitaban del cargo mediante la fuerza.
Por otra parte, mientras la Iglesia hacía caso omiso de la corrupción y la maldad que se practicaba en su seno, perseguía a los “herejes” con toda su fuerza. La Iglesia los torturaba salvajemente y los metía en mazmorras húmedas, oscuras y horribles. La Iglesia también asesinó a herejes, a menudo de la manera más espantosa posible. Algunas de las víctimas de la Iglesia realmente defendían errores doctrinales, en algunos casos se trataba de errores terribles. Otros eran buenos católicos cuyo único delito era cuestionar la autoridad de Roma. Muchos “herejes” eran verdaderamente cristianos del reino que sólo trataban de obedecer a su Rey.
Uno de los estatutos germanos promulgados en el año 1215 es muy representativo de las leyes medievales aprobadas en contra de los herejes:
Donde se cree que las personas son herejes, ellas deberán ser acusadas ante la corte espiritual, ya que en primer lugar deben ser enjuiciadas por los eclesiásticos. Cuando sean declaradas culpables, serán presentadas ante la corte secular, la cual las sentenciará adecuadamente. Lo cual significa que serán quemadas en la hoguera. Si, por el contrario, el juez los protege, o si les concede exenciones ilegales y no los condena, entonces él deberá ser excomulgado, y de la forma más severa.4
Este estatuto continuaba estipulando que incluso cualquier príncipe que protegiera a los herejes o simplemente dejara de procesarlos también sería excomulgado, y todos sus bienes y títulos le serían retirados.
En 1229, el Sínodo de Toulouse aprobó cuarenta y cinco regulaciones sobre cómo debían ser perseguidos y castigados los herejes. Algunas de esas regulaciones eran:
• En cada parroquia, ya sea dentro o fuera de la ciudad, los obispos deben ligar [bajo juramento] a un sacerdote y a dos o más laicos de buena reputación para que diligente, fiel y frecuentemente busquen a los herejes en sus parroquias, en casas individuales sospechosas, en habitaciones subterráneas, en los anexos de las casas y en otros escondites.
• La casa donde se encuentre un hereje debe ser demolida y la propiedad debe ser confiscada.
• Quienquiera que haya regresado a la Iglesia involuntariamente, por temor a la muerte o por cualquier otra razón, debe ser encarcelado por el obispo.
• Todos los miembros de una parroquia deben hacer sus votos ante el obispo bajo juramento de que ellos protegerán la fe católica y perseguirán a los herejes según esté en su poder. Este juramento debe ser renovado cada dos años.5
¿Acaso la “época” justifica a la Iglesia?
En la actualidad, la Iglesia Católica Romana reconocería que los horrores indecibles que la Iglesia medieval les impuso a los herejes fueron injustos. Sin embargo, por lo general los católicos trataran de justificar la conducta de la Iglesia con decir que ésta sólo actuaba dentro de las normas de la sociedad medieval. La sociedad de nuestros días no admitiría que alguien sea quemado en la hoguera, pero la sociedad medieval sí quiso eso. La Iglesia sencillamente marchaba al son de las normas sociales de aquella época.
Pero, ¿justifica eso a la Iglesia? No, en absoluto. Los valores y los mandamientos que Jesús nos dio son permanentes; no cambian con la sociedad. “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13.8). Debido a que el reino de Dios no es de este mundo, las normas sociales que violan las normas del reino son irrelevantes. Nadie justificaría a un cristiano que adore imágenes paganas sólo porque esa era la norma en la sociedad en que él vivía. Jesús no nos dijo: “Amad a vuestros enemigos… a menos que el gobierno y la Iglesia digan que los torturéis”.
Notas finales
1 Colman J. Barry, ed., Readings in Church History, 235–237.
2 E. R. Chamberlin, The Bad Popes (New York: Dorset Press, 1969) 43.
3 Chamberlin 60.
4 Barry 522.
5 Barry 521–522.