Las Guerras de los Judíos
Flavio Josefo
Libro Segundo
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Capítulo I
De los sucesos de Herodes, y de la venganza del Águila de oro que robaron.
Principio fue de nuevas discordias y revueltas en el pueblo, la partida de Arquelao para Roma; porque después de haberse detenido siete días en el luto y llantos acostumbrados, abundando las comidas en la pompa a todo el pueblo (costumbre que puso a muchos judíos en pobreza, porque tenían por impío al que no lo hacía); salió al templo vestido de una vestidura blanca, y recibido aquí con mucho favor y con mucha pompa él también, asentado en un alto tribunal, debajo de un dosel de oro, recibió al pueblo muy humanamente; hizo a todos muchas gracias, por el cuidado que de la sepultura de su padre habían tenido, y por la honra que le habían hecho a él ya como a rey de ellos; pero dijo que no quería servirse, ni del nombre tampoco, hasta que César lo confirmase como a heredero, pues había sido dejado por señor de todo en el testamento de su padre. Y que por tanto, queriéndole los soldados coronar, estando en Hiericunta, no lo había él querido permitir ni consentir en ello, antes resistiólo a la voluntad de todos ellos. Pero prometió, tanto al pueblo como a los soldados, satisfacerles por la alegría y voluntad que le habían mostrado, si el que era señor del Imperio le confirmaba en su reino; y que no había de trabajar en otra cosa, sino en hacer que no conociesen la falta de su padre, mostrándose mejor con todos en cuanto posible le fuese. Holgándose con estas palabras el pueblo, luego le comenzaron a tentar pidiéndole grandes dones; unos le pedían que disminuyese los tributos; otros que quitase algunos del todo; otros pedían con gran instancia que los librase de las guardas. Concedíalo todo Arquelao, por ganar el favor del pueblo.
Después de hechos sus sacrificios, hizo grandes convites a todos sus amigos. Pero después de comer, habiéndose juntado muchos de los que deseaban revueltas y novedades, pasado el llanto y luto común por el rey, comenzando a lamentar su propia causa, lloraban la desdicha de aquellos que Herodes había condenado por causa del águila de oro que estaba en el templo. No era este dolor secreto, antes las quejas eran muy claras; sentíase el llanto por toda la ciudad, por aquellos hombres que decían ser muertos por las leyes de la patria y por la honra de su templo. Y que debían pagar las muertes de éstos aquellos que habían recibido por ello dineros de Herodes; y lo primero que debían hacer, era echar aquel que él había dejado por Pontífice, y escoger otro que fuese mejor y más pío, y que se debía desear más limpio y más puro.
Aunque Arquelao, era movido a castigar estas revueltas, deteníale la prisa que ponía en su partida, porque temía que si se hacía enemigo de su pueblo, tendría que no ir o detenerse por ello. Por tanto, trabajaba más con buenas palabras y con consejo apaciguar su pueblo, que por fuerza; y enviando al Maestro de Campo, les rogaba que se apaciguasen. En llegando éste al templo, los que levantaban y eran autores de aquellas revueltas, antes que él hablase hiciéronlo volver atrás a pedradas; y enviando después a otros muchos por apaciguarlos, respondieron a todos muy sañosamente; y si fuera mayor el número, bien mostraban entre ellos que hicieran algo.
Llegando ya el día de Pascuas, día de mucha abundancia y gran multitud de cosas para sacrificar, venía muchedumbre de gente de todos los lugares cercanos, al templo, a donde estaban los que lloraban a los Sofistas, buscando ocasión y manera para mover algún escándalo.
Temiendo de esto Arquelao, antes que todo el pueblo se corrompiese con aquella opinión, envió un tribuno con gente que prendiese a los que movían la revuelta. Contra éstos se removió todo el vulgo del pueblo que allí estaba: mataron muchos a pedradas, y salvóse el tribuno con gran pena, aunque muy herido. Ellos luego se volvieron a celebrar sus sacrificios como si no se hubiera hecho mal alguno.
Pero ya le parecía a Arquelao que aquella muchedumbre de gente no se refrenaría sin matanza y gran estrago; por esta causa envió todo el ejército contra ellos; y entrando la gente de a pie por la ciudad toda junta, y los de a caballo por el campo, y acometiendo a la gente que estaba ocupada en los sacrificios, mataron cerca de tres mil hombres, e hicieron huir todos los otros por los montes de allí cercanos; y muchos pregoneros tras de Arquelao, amonestaron a todos que se recogiesen a sus casas. De esta manera, dejando atrás la festividad del día, todos se fueron; y él descendió a la mar con Popla, Ptolomeo y Nicolao, sus amigos, dejando a Filipo por procurador del reino y curador de las cosas de su casa.
Salió también, juntamente con sus hijos, Salomé y los hijos del hermano del rey, y el yerno, con muestras de querer ayudar a Arquelao a que alcanzase y poseyese lo que en herencia le había sido dejado; pero a la verdad no se habían movido sino por acusar lo que se había hecho en el templo contra las leyes.
Vínoles en este mismo tiempo al encuentro, estando en Cesárea, Sabino, procurador de Siria, el cual venía a Judea por guardar el dinero de Herodes; a quien Varrón prohibió que pasase adelante, movido a esto por ruegos de Arquelao y por intercesión de Ptolomeo. Entonces Sabino, por hacer placer a Varrón, no puso diligencia en venir a los castillos, ni quiso cerrar a Arquelao los tesoros y dinero de su padre; pero prometiendo no hacer algo hasta que César lo supiese, deteníase en Cesárea.
Después que uno de los que le impedían se fue a Antioquía, el otro, es a saber, Arquelao, navegó para Roma. Yendo Sabino a Jerusalén, entró en el Palacio Real, y llamando a los capitanes de la guarda y mayordomos, trabajaba por tomarles cuenta del dinero y entrar en posesión de todos los castillos; pero los guardas no se habían olvidado de lo que Arquelao les había encomendado, antes estaban todos muy vigilantes en guardarlo todo, diciendo que más lo guardaban por causa de César que por la de Arquelao.
Antipas, en este mismo tiempo, también contendía por alcanzar el reino, queriendo defender que el testamento que había hecho Herodes antes del postrero era el más firme y más verdadero, en el cual estaba él declarado por sucesor del reino, y que Salomé y muchos otros parientes que navegaban con Arquelao, habían prometido ayudarle en ello.
Llevaba consigo a su madre y al hermano de Nicolao, Ptolorneo, el cual le parecía ser hombre importante, según lo que le había visto hacer con Herodes, porque le había sido el mejor y más amado amigo de todos. Confiábase también mucho en Ireneo, orador excelente y muy eficaz en su hablar, lo cual fué por él tenido en tanto, que no quiso escuchar ni obedecer a ninguno de tantos como le decían y aconsejaban que no contendiese con Arquelao, que era mayor de edad y dejado heredero por voluntad del último testamento.
Vinieron a él de Roma todos aquellos cercanos parientes y amigos que tenían odio con Arquelao y lo tenían muy aborrecido, y principalmente todos los que deseaban verse libres y fuera de toda sujeción, y ser regidos por los gobernadores romanos; o si no podían alcanzar esto, querían a lo menos haber rey a Antipas.
Ayudábale a Antipas en esta causa mucho Sabino, el cual había acusado por cartas escritas a César, a Arquelao, y había loado mucho a Antipas. De esta manera Salomé y los demás que eran de su parecer, diéronle a César las acusaciones muy por orden, y el anillo y sello del rey, y el regimiento y administración del reino, fue presentado a César por Ptolomeo. Entonces pensando muy bien en lo que cada una de las partes alegaba, entendiendo la grandeza del reino y la mucha renta que daba, viendo la familia de Herodes tan grande, y leyendo las cartas que Varrón y Sabino le habían escrito, llamó a todos los principales de Roma, juntólos en consejo, cuyo presidente quiso que fuese entonces Cayo, nacido de Agripa y de Cayo, e hijo suyo adoptivo, y dió licencia a las partes para que cada una alegase su derecho.
Antipatro, hijo de Salomé, que era orador de la causa contra Arquelao, propuso la acusación, fingiendo que Arquelao quería mostrar que trataba de la contienda del reino solamente con palabras; porque a la verdad, ya venía había muchos días que había sido hecho rey, y ahora por tratar maldades delante de César y cavilaciones, no habiendo antes querido aguardar su juicio; y que él determinase quién quería que fuese el sucesor de Herodes. Porque después que éste fue muerto, habiendo sobornado a algunos para que lo coronasen, asentado como rey en el estrado y debajo el dosel real, había, en parte, mudado la orden de la milicia y gente de guerra, y parte también había quitado de las rentas; y además de todo esto él había consentido, como Rey, todo cuanto el pueblo pedía: librado a muchos culpados de culpas muy graves, que estaban puestos en la cárcel por mandado de su padre; y hecho todo esto, venía ahora fingiendo que pedía a su señor el reino, habiéndose ya antes alzado con todo, por mostrar que César era señor, no de las cosas, sino de sólo el nombre.
Acusábale también de que había fingido el luto y llantos tan grandes por su padre, haciendo de día muestras y vistas de dolor y gran tristeza, y bebiendo de noche como en bodas, en banquetes y convites. Decía, finalmente, que el pueblo se había movido y revuelto por estos tan grandes escándalos suyos. Confirmaba toda su acusación con aquella multitud de hombres que dijimos haber sido muertos alrededor del templo; porque éstos, habiendo venido para celebrar, según su costumbre, la fiesta, fueron muertos y degollados estando todos ocupados en sus sacrificios; y que habían sido tantas las muertes dentro del templo, cuantas jamás vieron acaecer en alguna otra guerra por gente extranjera, por grande y por cruel que hubiese sido. Sabiendo también Herodes la crueldad de éste mucho antes, no le pareció jamás digno de darle esperanza de su reino, sino cuando ya estaba loco, con el ánimo más enfermo que el cuerpo, ignorando también a quién hiciese heredero y sucesor en su segundo testamento; principalmente no pudiendo acusar en algo al que había dejado en el primer testamento por sucesor suyo, estando con toda sanidad, así del cuerpo como del ánimo.
Pero para que cualquiera piense y crea haber sido a que postrer juicio de ánimo doliente y muy enfermo, él mismo había echado y desheredado de la real dignidad a Arquelao porque había cometido y hecho muchas cosas contra ella. Porque, ¿qué tal podían esperar que sería, si César la dejaba y concedía la dignidad real, aquel que antes de concedérsela había hecho tan gran matanza? Habiendo Antipatro dicho muchas cosas tales, y habiendo mostrado por testigos a muchos de los parientes que estaban presentes en todo cuanto lo había acusado, acabó.
Levantáse entonces Nicolao, procurador y abogado de Arquelao, y antes de hablar de cosa alguna, mostró cuán necesaria fué la matanza que habla sido hecha en el templo; porque las muertes de aquellos por los cuales era Arquelao acusado eran necesarias, no sólo al reposo y paz del reino, sino también a la del juez de aquella causa; es a saber, de César: porque todos le eran enemigos, y supo mostrar cómo todos los que lo acusaban de otras faltas, le eran enemigos muy grandes y muy contrarios. Por esta causa pedía que fuese tenido por firme el segundo testamento de Herodes, porque había dejado en poder de César la libertad de hacer sucesor suyo y rey a quien quisiese, porque uno que sabía tanto, que no osaba mandar algo contra el emperador en lo que él mismo podía, antes lo dejaba a él por juez de todo, no podía haber errado en hacer juicio y elegir heredero, y con corazón y entendimiento muy bueno había a escogido aquel que quería que lo fuese, pues que no habla ignorado quién tuviese poder para hacerlo y ordenarlo, y lo había dejado todo en su poder y mando.
Pero como declarado todo cuanto tenía que decir, hubiese acabado sus razones Nicolao, salió en medio de todos Arquelao, y llegóse a los pies de César con diligencia. Mandóle César levantar; mostró a todos que era digno de suceder a su padre en el reino, y determinadamente no juzgó por entonces algo. Pero el mismo día, habiendo despedido todos los del Consejo, él mismo pensaba solo entre sí lo que debía hacer: si por ventura conviniese hacer alguno de los que estaban señalados en el testamento sucesor del reino, o si lo partiría todo en aquella familia; porque eran tantos, que tenían ciertamente necesidad de socorro.
Capítulo II
De la batalla y muertes que hubo en Jerusalén entre los judíos y sabinianos.
Antes que César determinase algo de lo que convenía que fuese hecho, murió de enfermedad la madre de Arquelao, Malthace. Y fueron traídas muchas cartas de Siria, que decían cómo los judíos se habían alborotado: por lo cual Varrón, pensando haber de ser así después de la partida y navegación de Arquelao a Roma, vínose a Jerusalén por estorbar e impedir a los autores del alboroto y escándalo. Y pareciéndole que el pueblo no se sosegaría, de las tres legiones de gente que habla traído consigo desde Siria, dejó una en la ciudad y volvióse luego a Antioquía.
Pero como después llegase Sabino a Jerusalén, dió a los judíos ocasión de mover cosas nuevas, haciendo una vez fuerza a la gente de guarda por que le entregasen y rindiesen las fuerzas y castillos, y otra pidiendo inicuamente los dineros del rey.
No sólo confiaba éste en los soldados que Varrón había dejado allí, sino también en la multitud de criados que tenía, los cuales estaban todos armados como ministros de su avaricia. Un día, que era el quincuagésimo después de la fiesta, el cual llamaban los judíos Pentecostés, siete semanas después de la Pascua, que del número de los días ha alcanzado tal nombre, juntóse el pueblo, no por la solemnidad de la fiesta, pero por el enojo e indignación que tenía. Vínose a juntar gran muchedumbre de gente de Galilea, Idumea, Hiericunta, y de las regiones y lugares que están de la otra parte del Jordán, con todos los naturales de la ciudad; hicieron tres escuadrones y asentaron en tres diversas partes sus campos: la una, en la parte septentrional del templo; la otra, hacia el Mediodía, cerca de la carrera de los caballos, y la tercera hacia la parte occidental, no lejos del palacio real: y rodeando de esta manera a los Romanos, los tenían cercados por todas partes.
Espantado Sabino por ver tanta muchedumbre y el ánimo y atrevimiento grande, hacía muchos ruegos a Varrón, con muchos mensajeros que le enviaba, que le socorriese muy presto, porque si tardaba se perdería toda la gente que tenía; y él recogióse en la más alta y más honda torre de todo el castillo, la cual se llamaba Faselo, que era el nombre del hermano aquel de Herodes que los partos mataron. De allí daba señal a la gente que acometiesen a los enemigos porque con el gran temor que tenía, no osaba parecer ni aun delante de aquellos que tenía bajo de su potestad y mandamiento.
Pero obedeciendo los soldados a lo que Sabino mandaba, corren al templo y traban una gran pelea con los judíos; y como ninguno los ayudase ni les diese consejo, eran vencidos, no sabiendo las cosas de la guerra, por aquellos que las sabían y estaban diestros en ella. Pero, ocupando muchos de los judíos los portales y entradas angostas, tirándoles muchas saetas de alli arriba, muchos con esto caían, y no podían vengarse fácilmente de los que de lo alto les tiraban, ni podían sufrirlos cuando se llegaban a pelear con ellos. Afligidos por unos y por otros, ponen fuego a los portales, maravillosos por la grandeza, obra y ornamento; y eran presos muchos en aquel medio, o quemados en medio de las llamas, o saltando entre los enemigos, eran por ellos muertos: otros volvían atrás y se dejaban caer por el muro abajo, y algunos, desconfiando de poder alcanzar salud, adelantaban sus muertes al peligro del fuego, y ellos mismos se mataban. Los que salían de los muros y venían contra los romanos, espantados y amedrentados con gran miedo, eran vencidos fácilmente y sin algún trabajo, hasta tanto que, muertos todos o desparramados con gran temor, dejado el tesoro de Dios por los que lo defendían, pusieron los soldados las manos en él y robaron de él cuarenta talentos, y los que no fueron robados, se los llevó Sabino.
Pero fue tan grande la pérdida de los judíos, así de hombres como de riquezas, que se movió gran muchedumbre de ellos a venir contra los romanos; y habiendo cercado el palacio real, amenazábanles con la muerte si no salían de allí presto, dando licencia a Sabino, con toda su gente, para salirse. Ayudábanles muchos de los del rey que se habían juntado con ellos; pero la parte más belicosa y ejercitada en la guerra eran tres mil sebastenos, cuyos capitanes eran Rufo y Grato, el uno de la gente de a pie, y el Rufo de la gente de a caballo; los cuales ambos solos, con la fuerza de sus cuerpos y con la prudencia que tenían, dieran mucho que hacer a los romanos, aunque no tuvieran gente que favoreciera sus partes.
Dábanse, pues, prisa, y apretaban el cerco los judíos, y con esto juntamente tentaban de derribar los muros, daban gritos a Sabino que se fuese y no les quisiese prohibir de alcanzar, después de tanto tiempo, la libertad que tanto habían deseado; pero no les osaba Sabino dar crédito, aunque deseaba mucho salvarse, porque sospechaba que la blandura y buenas palabras de los judíos eran por engañarle; y esperando cada hora el socorro de Varrón, sufría el peligro del cerco.
Había muchos ruidos y revueltas en este mismo tiempo por Judea, y muchos, con la ocasión del tiempo, codiciaban el reino; porque en Idumea estaban dos mil soldados de los viejos, que habían seguido la guerra con Herodes, y muy armados, contendían con los del rey, a los cuales trabajaba de resistir Achiabo, primo del rey, desde aquellos lugares, adonde estaba muy bien fortalecido y proveido, rehusando salir con ellos a pelear al campo. En Séfora, ciudad de Galilea, estaba Judas, hijo de Ezequías, príncipe de los ladrones, preso algún tiempo por He el rey, el cual había entonces destruido todas aquellas regiones; juntando muchedumbre de gente, rompiendo los que aguardaban el ganado del rey, y armando todos los que pudo haber en su compañía, venía contra los que deseaban alzarse con el reino.
De la otra parte del río estaba uno de los criados del rey, llamado Simón, el cual, confiando en su gentileza y fuerzas, se puso una corona en la cabeza, y con los ladrones que él había juntado, quemó el palacio de Hiericunta y muchos otros edificios que había muy galanos por allí, discurriendo por todas partes, y ganó en quemar todo esto fácilmente gran tesoro. Hubiera éste quemado ciertamente todos los edificios y casas gentiles que había por allí, si Grato, capitán de la gente de a pie del rey, no se diera prisa y diligencia en resistirle, sacando de Thracon los arqueros y la gente de guerra de los sebastenos. Murieron muchos de la gente de a pie; pero supo dar recaudo en haber a Simón y atajarle los pasos, aunque él iba huyendo por los recuestos y alturas de un valle; al fin con una saeta le derribó.
Fueron quemados todos los aposentos y casas reales que estaban cerca del Jordán; y en Betharantes se levantaron algunos otros, venidos de la otra parte del río; porque hubo un pastor llamado Athrongeo, que confiaba alcanzar el reino, dándole alas para esto su fuerza y la confianza que en su ánimo grande tenía, el cual menospreciaba la muerte y también en los ánimos valerosos, si tal nombre merecen, de cuatro hermanos que tenía, y su esfuerzo, de los cuales servía como de cuatro capitanes y sátrapas, dando a cada uno su escuadrón y compañía de gente armada; y él, como rey, entendía y tenía cargo de negocios más importantes. Entonces él también se coronó. No estuvo después poco tiempo con sus hermanos destruyendo todas aquellas tierras, sin que alguno de los judíos le pudiese huir de cuantos sabía él que le podían dar algo; y mataba también a todos los romanos que podía haber y a la gente del rey.
Osaron también cercar un escuadrón de romanos, el cual hallaron cerca de Amathunta, que llevaba trigo y armas a los soldados. Mataron aquí al centurión Ario y a cuarenta hombres más de los más esforzados; y puestos todos los otros en el mismo peligro, libráronse con el socorro de Grato, que les vino encima con los sebastenos.
Hechas muchas cosas de esta manera, tanto contra los naturales como contra los extranjeros, pasando algún tiempo, fueron presos tres de éstos; al mayor de edad prendió Arquelao, y los dos después del mayor, vinieron en manos de Grato y de ptolomeo; porque al cuarto perdonó Arquelao haciendo pactos con él; pero en fin todos alcanzaron fin de esta manera; y entonces con guerra de ladrones ardía toda Judea.
Capítulo III
De lo que Varrón hizo con los judíos que mandó ahorcar.
Después que Varrón hubo recibido las cartas de Sabino v de los otros príncipes, temiendo peligrase toda la gente, dábase prisa por socorrerles. Por esta causa vino hacia Ptolemaida con las otras dos legiones que tenía, y cuatro escuadras de gente de a caballo; adonde mandó que se juntasen todos los socorros de los reyes y de la gente principal. Tomó también además de éstos, mil quinientos hombres de armas de los beritos.
Cuando hubo llegado a Ptolemaida el rey de los árabes Areta con mucha gente de a pie y mucha de a caballo, envió luego parte de su ejército a Galilea, que estaba cerca de Ptolemaida, poniendo por capitán de ella el hijo de su amigo Galbo; el cual hizo presto huir todos aquellos contra los cuales había ido; y tomando la ciudad de Séforis, quemóla y cautivó a todos los ciudadanos de allí.
Habiendo, pues, Varrón alcanzado el mando y apoderádose de toda Samaria, no quiso hacer daño en toda la ciudad, porque halló no haber ella movido algo en todas aquellas revueltas. Puso su campo en un lugar llamado Arún, el cual solía poseer Ptolomeo, y había sido saqueado por los árabes por el enojo que tenían contra los amigos de Herodes. De allí partió para el otro lugar llamado Saso' el cual era muy seguro, y saquearon todo el lugar y todo lo que allí hallaron: todo estaba lleno de fuego y de sangre, y no había ninguno que refrenase ni impidiese los robos grandes que los árabes hacían.
Fué también quemada la ciudad de Amaus, por mandato de Varrón, enojado por la muerte de Ario y de los otros, y fueron dispersados los ciudadanos, huyendo de allí. De aquí partió para Jerusalén con todo su ejército; y con sólo verlo venir, los judíos todos huyeron, unos dejando el campo y sus cosas, otros se escondían por los campos para salvarse; pero los que estaban dentro de la ciudad, recibiéronlo y echaban la culpa de aquella revuelta y levantamiento a los otros, diciendo que ellos no sabían algo en todo lo que había sucedido; sino qu~ por causa de la fiesta les había sido fuerza y necesario recibir tanta muchedumbre dentro de la ciudad, y que ellos habían sido con los romanos cercados; mas no se hablan ciertamente levantado con los que huyeron.
Habíanle salido antes al encuentro Josefo, prímo de Arquelao y Rufo con Grato, los cuales traían el ejército del rey. Venían los soldados sebastenos y los romanos vestidos a su manera acostumbrada; porque Sabino se había salido hacia la mar, por temor de presentarse delante de Varrón.
Este, dividiendo su ejército en partes, envióles a todos por los campos a buscar los autores de aquel motín y revuelta levantada; y presentándole muchos de ellos, a los que eran menos culpados, mandábalos guardar; pero de los que era manifiesta su deuda y se sabía claramente el daño que habían hecho, ahorcó casi dos mil.
Habiéndole dicho que cerca los árabes que se retirasen armados, mandó luego a los árabes que se retirasen a sus casas, porque no servían en la guerra como hombres que hombres a sus casas, porque no peleaban por ayudarles, sino por su codicia, viendo también que destruían y talaban los campos muy contra su voluntad. Después acompañado de sus escuadrones, fué en alcance de los enemigos; pero ellos, por consejo de Achiabo, se entregaron a Varrón antes que fuesen presos por fuerza, y perdonando al vulgo y muchedumbre, envió los capitanes a César para que fuesen examinados. Cuando perdonó a todos los otros, castigó algunos parientes del rey, entre los cuales había muchos muy allegados de Herodes, por haberse armado contra su rey
Así Varrón, habiendo apaciguado las cosas en Jerusalén, y dejado allí aquella legión o compañía de gente que solla estar antes en guarda de la ciudad, volvióse a Antioquia.
Capítulo IV
De las acusaciones contra Arquelao, y de la división de todo el reino hecha por César.
Luego los judíos levantaron a Arquelao otro nuevo pleito en Roma, aquellos que habían salido, permitiéndolo Varrón, por embajadores antes de la revuelta y escándalo, por pedir la libertad que su gente solía tener. Habían venido cincuenta hombres, y estaban en favor de ellos más de ocho mil judíos, los cuales vivían en Roma.
Por esto juntando César consejo de los más nobles romanos, y más amigos dentro del templo de Apolo Palatino, el cual era edificio privado suyo adornado muy ricamente, vino la muchedumbre de los judíos con todos sus embajadores a presentarse a César, y Arquelao también por otra parte con todos sus amigos; había de cada parte muchos amigos de sus propios parientes muy secretamente, porque unos rehusaban de estar con Arquelao, por el odio y envidia que le tenían, y tenían por vergüenza y fealdad verse delante de César con los acusadores.
Entre éstos estaba también Filipo, hermano de Arquelao, enviado con buena voluntad por Varrón, movido a ello por dos causas: la una, por que socorriese a Arquelao, y la otra, porque si le placía a César dividir el reino que Herodes había tenido entre todos sus parientes, se pudiese él llevar algo por su parte.
Mandó César que declarasen primero en qué había Herodes pecado contra sus leyes; respondieron todos a una voz, que habían sufrido no rey, pero el mayor tirano que se hubiese hasta aquellos tiempos visto; y quejábanse, que además de haber muerto gran muchedumbre de ellos, los que quedaban en vida habían sufrido tales cosas de él, que se tuvieran todos por más bienaventurados, si fueran muertos. Porque no sólo él había despedazado los cuerpos de sus súbditos, con varios y diversos tormentor, sino aun despoblando las ciudades de sus vecinos y gente propia suya, las había dado a gente extraña y puéstolos a ellos en sujeción de ella; haber dado la sangre de los judíos a pueblos extranjeros, en vez de la dicha y prosperidad que antiguamente todos tener solían, por las leyes de su patria, llenó Coda su nación de tanta pobreza y tantas maldades, que ciertamente habían sufrido más muertes y matanzas de Herodes en pocos años, que sufrieron sus padres antepasados jamás en todo el tiempo después de la cautividad de Babilonia, en tiempo que reinaba Jerjes. Pero que habían aprendido tanta paciencia y modestia por casos tan miserables y por tan contraria fortuna, que tenían por bien empleada de propia voluntad la servidumbre amarga, a la cual estaban sujetos; pues habían levantado sin tardanza por rey a Arquelao, hijo de tan gran tirano, después de muerto el padre; y llorado juntamente con la muerte de Herodes, y celebrado sus sacrificios por su sucesor. Arquelao, como temiendo no parecer su hijo verdadero, había comenzado su reino can muerte de tres mil ciudadanos, y mostrando que merecía ser príncipe de todos, había hecho sacrificios de tantos hombres, llenando en un día de fiesta el templo de tantos cuerpos muertos. Los que quedaban, pues, habían hecho muy bien después de tantas adversidades y desdichas, en considerar daños tan grandes y desear por ley de guerra padecer; por lo cual humildemente todos rogaban a los romanos que tuviesen por bien haber misericordia de to que de Judea sobraba salvo, y no diesen lo que de toda esta nación quedaba en vida, a hombres que tan cruelmente los trataban, sino que juntasen con los fines y términos de Siria los de Judea, y determinasen jueces romanos que los rigiesen y amonestasen. De esta manera experimentarían que los judíos, que ahora les parecían deseosos de guerra y revolvedores, saben obedecer a los buenos regidores. Con tal suplicación acabaron su acusación los judíos.
Levantándose entonces Nicolao contra ellos, deshizo primero todas las acusaciones que habían hecho contra sus reyes; y después comenzó a reprender y acusar la nación judaica, diciendo que muy dificultosamente podía ser gobernada, y que de natural les venía no querer obedecer a sus reyes; acusaba también a los deudos de Arquelao, que se habían pasado a favorecer a los acusadores suyos.
Oídas ambas partes, despidió César el ayuntamiento, y pocos días después dió a Arquelao la mitad del reino con nombre de tetrarquía, prometiéndole hacerlo rey si hacía obras que lo mereciesen. Dividió la parte que quedaba en dos tetrarquías o principados, y diólas a los otros dos hijos de Herodes: el uno a Filipo, y el otro a Antipas, el que había tenido contienda con Arquelao sobre la sucesión del reino.
Habíanle caído a éste por su pane las regiones que están de la otra parte del río, y Galilea; de las cuales tierras cobraba cada año doscientos talentos. A Filipo le fué dada Batanea, Trachón, Auranitis y algunas partes de Ia casa de Zenón, cerca de Jamnia, cuya renta subía cada año a cien talentos. El principado de Arquelao, comprendía a Samaria, Idumea y a Judea; pero habíales sido quitada la cuarta pane de los tributos que solían pagar, porque él no se había rebelado ni levantado con los otros. Fuéronle entregadas las ciudades que había de regir, y eran la tome de Estratón, Sebaste, Jope y Jerusalén; las otras, es a saber: Gaza, Gadara a Hipón, fueron quitadas por César del mando del reino, y juntadas con el de Siria. Tenía Arquelao de renta cuarenta talentos.
Quiso también César que fuese Salomé señora de Jamnia, de Azoto y de Faselides, además de todo to que le había sido dejado en el testamento del rey. Dióle también un palacio en Ascalona, y valíale todo to que tenía sesenta talentos; pero quiso que su casa estuviese sujeta a Arquelao.
Habiendo, pues, dado a cada uno de los otros parientes de Herodes, conforme a to que hallaba en su testamento escrito, dio aún, además del testamento, a dos hijas suyas doncellas quinientos mil dineros, y casólas con los hijos de Feroras. Y divididos y partidos de esta manera todos los bienes que había Herodes dejado, repartió también entre todos aquéllos mil talentos que le habían sido a él dejados, exceptuando algunas cocas de muy poco precio, que él quiso retener para sí por memoria y honra del difunto.
Capítulo V
Del mancebo que fingió falsamente ser Alejandro, y cómo fue preso.
En este tiempo un mancebo judío de nación, criado en un lugar de los sidonios con un liberto de los romanos, fingiendo que era él Alejandro, aquel que Herodes había muerto, porque a la verdad le era muy semejante, vínose a Roma con pensamiento de engañarlos. Tenía por compañero a un otro judío de su tierra, el cual sabía muy bien todo to que en el reino había pasado. Instruido por éste, y hecho sabedor de todo, afirmaba que por misericordia de aquellos que habían venido a matar a él y a Aristóbulo, los habían librado de la muerte, poniendo otros cuerpos semejantes a los suyos.
Había ya engañado con estas palabras a muchos judíos de los que vivían en Creta, y recibido a11í harto magnífica y liberalmente, y pasando a Melo, donde juntó mayores tesoros, había también movido a muchos de sus huéspedes, con gran semejanza de verdad, que navegasen con él a Roma. A1 fin, llegado a Dicearchia, habiendo recibido a11í muchos dones de los judíos, acompañábanle los amigos de Herodes, no menos que si fuera rey.
Era éste tan semejante en la cara a Alejandro, que los que habían visto y conocido al muerto, juraban y tenían que era el mismo. Con esto, todos los judíos de Roma salían por verlo, y juntábase gran multitud de gente en las calles por donde había de pasar. Habían muchos sido tan locos, que to llevaban en una silla y le hacían acatamiento con sus propios gastos y dispensas, como si fuera realmente rey.
Pero conociendo César muy bien la cara de Alejandro, porque había sido antes acusado y traído delante de él por su padre Herodes, aunque antes de juntarse con él había conocido el engaño de la semejanza que tenía con el muerto, pensó todavía dejarle holgar algún rato con su esperanza, y envió a un hombre llamado Celado, que conocía muy bien a Alejandro, a que trajese el mancebo delante de él.
En la hora que lo vio, conoció luego la diferencia del uno al otro, y principalmente cuando vio que era su cuerpo tan rústico y su manera tan servil, entendió la burla y ficción muy claramente. Pero fué muy movido y enojado con el atrevimiento de sus palabras, porque a los que le preguntaban de Aristóbulo, respondió que estaba vivo y salvo, pero que no había querido venir adrede y con consejo, porque estaba en Chipre guardándose de todas las asechanzas que le podían hater, porque estando ellos dos apartados, menos podían ser presos que si estuviesen juntos. Apartólo de todos los que allí estaban, y díjole que César le salvaría la vida si le descubría y manifestaba quién había sido el autor de tan gran maldad y engaño. Prometiéndolo hacer, fue llevado delante de César; señalóle el judío, y díjole cómo se había malamente y con engaño servido de la semejanza por haber ganancia y allegar dineros, afirmándole que había recibido de las ciudades no menus Bones, antes muchos más que si fuera el mismo Alejandro. Rióse con esto César, y puso al falso Alejandro, por tener cuerpo para ello, en sus galeras por remador, y mandó matar al que tal había persuadido; juzgando que era harto castigo de la locura de los de Melo, perder los gastos que habían hecho con este mancebo.
Capítulo VI
Del destierro de Arquelao.
Recibida la tierra que a Arquelao tocaba, acordándose de la discordia pasada, no quiso mostrarse cruel con los judios, sino también con todos los de Samaria; y nueve años después que le fué dado aquel principado y mando, enviando embajadores ambas partes a César para acusarlo, fué desterrado en una ciudad de Galia, llamada Viena, y su patrimonio lo confiscó el César.
Dícese que antes que fuese llevado delante de César había visto un sueño de esta manera. Habla soñado que los bueyes comían nueve espigas, las mayores y mas llenas; y llamando después sus adivinos y algunos de los caldeos, habíales preguntado que le dijesen su parecer de aquel sueño. Corno eran hombres diversos, así también las declaraciones eran diversas. Uno, llamado Simón y esenio de linaje, dijo que las espigas denotaban años, y los bueyes las mudanzas grandes de las cosas, porque arando ellos los campos, volvían toda la tierra y la trocaban, y que había de reinar él tantos años cuantas eran las espigas que había soñado; y que después de haber visto y experimentado muchas mutaciones en todas sus cosas, había de morir.
Cinco días después de haber oído estas cosas, fué Arquelao llamado a juicio y a defender su causa. También pareciáme cosa digna de hacer saber y contar aquí, el sueño de su mujer Glafira, hija de Arquelao, rey de Capadocia, la cual fué mujer primero de Alejandro, hermano de este de quien hablamos, e hijo M rey Herodes, por quien fue muerto, como hemos contado. Casada después con Iuba, rey de Lybia, y muerto éste, habiéndose vuelto a su tierra, que dando viuda en la casa de su padre, cuando la vió Arquelao, príncipe de aquella tierra, tomóla tan gran amor, que luego quiso casarse con ella, desechando a su mujer Mariamma. Esta, pues, poco después que volvió de Judea, le pareció que vió en sueños a Alejandro delante de si, que le decía esta palabras: "Bastábate el matrimonio del rey de Lybia; pero tú, no contenta aun con él, vuelves otra vez a mis tierras, codiciosa de tener tercer marido; y lo que me es más grave, juntástete con mi hermano en matrimonio; pues yo te prometo que no disimularé la injuria que en ello me haces, y, a pesar tuyo, yo te recobraré." Y declarado este sueño, apenas vivió después dos días más.
Capítulo VII
Del Galileo Simón y de las tres sectas que hubo entre los judíos.
Reducidos los límites de Arquelao a una provincia de los romanos, fue enviado un caballero romano, llamado Coponio, por procurador de ella, dándole César poder para ello.
Estando éste en el gobierno, hubo un galileo, llamado por nombre Simón, el cual fué acusado de que se habla rebelado, reprendiendo a sus naturales que sufrían pagar tributo a‑ los romanos, y que sufrían por señor, excepto a Dios, los hombres mortales.
Era éste cierto sofista por sí y de propia secta, desemejante y contraria a todas las otras.
Había entre los judíos tres géneros de filosofía: el uno seguían los fariseos, el otro los saduceos, y el tercero, que todos piensan ser el más aprobado, era el de los esenios, judíos naturales, pero muy unidos con amor y amistad, y los que más de todos huían todo ocio y deleite torpe, y mostrando ser continentes y no sujetarse a la codicia, tenían esto por muy gran. virtud. Estos aborrecen los casamientos, y tienen por parientes propios los hijos extraños que les son dados para doctrinarlos; muéstranles e instrúyenlos con sus costumbres, no porque sean ellos de parecer deberse quitar o acabar la sucesión y generación humana, pero porque piensan deberse todos guardar de la intemperancia y lujuria, creyendo que no hay mujer que guarde la fe con su marido castamente, según debe. Suelen también menospreciar las riquezas, y tienen por muy loada la comunicación de los bienes, uno con otro; no se halla que uno sea más rico que otro; tienen por ley que quien quisiere seguir la disciplina de esta secta, ha de poner todos sus bienes en común para servicio de todos; porque de esta manera ni la pobreza se mostrase, ni la riqueza ensoberbeciese; pero mezclado todo junto, corno hacienda de hermanos, fuese todo un común patrimonio. Tienen por cosa de afrenta el aceite, y si alguno fuere untado con él contra su voluntad, luego con otras cosas hace limpiar su cuerpo, porque tienen lo feo por hermoso, salvo que sus vestidos estén siempre muy limpios; tienen procuradores ciertos para todas sus cosas en común y juntos. No tienen una ciudad cierta adonde se recojan; pero en cada una viven muchos, y viniendo algunos de los maestros de la secta, ofrécenle todo cuanto tienen, como si le fuese cosa propia; vénse con ellos, aunque nunca los hayan visto, como muy amigos y muy acostumbrados; por esto, en sus peregrinaciones no se arman sino por causa de los ladrones, y no llévan consigo cosa alguna; en cada ciudad tienen cierto procurador del mismo colegio, el cual está encargado de recibir todos los huéspedes que vienen, y éste tiene cuidado de guardar los vestidos y proveer lo de más necesario a su uso. Los muchachos que están aún debajo de sus maestros, no tienen todos más de una manera de vestir, y el calzar es a todos semejante; no mudan jamás vestido ni zapatos, hasta que los primeros sean o rotos o consumidos con el uso del traer y servicio; no compran entre ellos algo ni lo venden, dando cada uno lo que tiene al que está necesitado; comunícanse cuanto tienen de tal manera, que cada uno toma lo que le falta, aunque sin dar uno por otro y sin este trueque, tienen todos libertad de tomar de cada uno que les pareciese aquello que les es necesario.
. Tienen mucha religión y reverencia, a Dios principalmente; no hablan antes que el sol salga algo que sea profano; antes le suelen celebrar ciertos sacrificios y oraciones, como rogándole que salga; después los procuradores dejan ir a cada uno a entender en sus cosas, y después que ha entendido cada uno en su arte como debe, júntanse todos, y cubiertos con unas toallas blancas de lino, lávanse con agua fría sus cuerpos; hecho esto, recógense todos en ciertos lugares adonde no puede entrar hombre de otra secta. Limpiados, pues, y purificados de esta manera, entran en su cenáculo, no de otra manera que si entrasen en un santo templo, y asentados con orden y con silencio, póneles a cada uno el pan delante, y el cocinero una escudilla con su taje, y luego el sacerdote bendice la comida, porque no feos es lícito comer bocado sin hacer primero oración a Dios; después de haber comido hacen sus gracias, porque en el principio y en el fin de la comida dan gracias y alabanzas a Dios, como que de El todo procede, y es el que les da mantenimiento; después dejando aquellas vestiduras casi como sagradas, vuelven a sus ejercicios hasta la noche, recogiéndose entonces en sus casas, cenan, y junto con ellos los huéspedes también, si algunos hallaren.
No suele haber aquí entre ellos ni clamor, ni gritos, ni ruido alguno; porque aun en el hablar guardan orden grande, dando los unos lugar a los otros, y el silencio que guardan parece a los que están fuera de allí, una cosa muy secreta y muy venerable; la causa de esto es la gran templanza que guardan en el comer y beber, porque ninguno llega a más de aquello que sabe serle necesario; pero aunque no hacen algo, en todo cuanto hacen, sin consentimiento El procurador o maestro de todos, todavía son libres en dos cosas, y son éstas: ayudar al que tiene de ellos necesidad, y tener compasión de los afligidos porque permitido es a cada uno socorrer a los que fueren de ello dignos, según su voluntad, y dar a los pobres mantenimiento.
Solamente les está prohibido dar algo a sus parientes y deudos, sin pedir licencia a sus curadores; saben moderar muy bien y templar su ira, desechar toda indignación, guardar su fe, obedecer a la paz, guardar y cumplir cuanto dicen, como si con juramento estuviesen obligados; son muy recatados en el jurar, porque piensan que es cosa de perjuros, porque tienen por mentiroso aquel a quien no se puede dar crédito sin que llame a Dios por testigo. Hacen gran estudio de las escrituras de los antiguos, sacando de ellas principalmente aquello que conviene para sus almas y cuerpos, y por tanto, suelen alcanzar la virtud de muchas hierbas, plantas, raíces y piedras, saben la fuerza y poder de todas, y esto escudriñan con gran diligencia.
A los que desean entrar en esta secta no los reciben luego en sus ayuntamientos, pero danles de fuera un año entero de comer y beber, con el mismo orden que si con ellos estuviesen juntamente, dándoles también una túnica, una vestidura blanca y una azadilla; después que con el tiempo han dado señal de su virtud y continencia, recíbenlos con ellos y participan de sus aguas y lavatonios, por causa de recibir con ellos la castidad que deben guardar, pero no los juntan a comer con ellos; porque después que han mostrado su continencia, experimentan sus costumbres por espacio de dos años más, y pareciendo digno, es recibido entonces en la compañía. Antes que comiencen a comer de las mismas comidas de ellos, hacen grandes juramentos y votos de honrar a Dios, y después, que con los hombres guardarán toda justicia y no dañarán de voluntad ni de su grado a alguno, ni aunque se lo manden; y que han de aborrecer a todos los malos y que trabajarán con los que siguen la justicia de guardar verdad con todos y principalmente con los príncipes; porque sin voluntad de Dios, ninguno puede llegar a ser rey ni príncipe. Y si aconteciere que él venga a ser presidente de todos, jura y promete que no se ensoberbecerá, ni usará mal de su poder para hacer afrenta a los suyos; pero que ni se vestirá de otra diferente manera que van todos, no más rico ni más pomposo, y que siempre amará la verdad con propósito‑e intención de convencer a los mentirosos; también promete guardar sus manos limpias de todo hurto, y su ánima pura y limpia de provechos injustos; y que no encubrirá a los que tiene por compañeros, que le siguen, algún misterio; y que no publicará algo de los a la gente profana, aunque alguno le quiera forzar amenazándole con la muerte. Añaden también que no ordenarán reglas nuevas, ni cosa alguna más de aquellas que ellos han recibido. Huirán todo latrocinio y hurto; conservarán los libros de sus leyes y honrarán los nombres de los ángeles.
Con estos juramentos prueban y experimentan a los que reciben en sus compañías, y fortalécenlos con ellos; a los que hallan en pecados échanlos de la compañía, y el que es condenado muchas veces, lo hacen morir de muerte miserable; los que están obligados a estos juramentos y ordenanzas no pueden recibir de algún otro comer ni beber, y cuando son echados, comen como bestias las hierbas crudas de tal manera, que s les adelgazan tanto sus miembros con e1 hambre, que vienen finalmente a morir; por lo cual, teniendo muchas veces compasión de muchos, los recibieron ya estando en lo último de si vida, creyendo y juzgando que bastaba la pena recibida por la delitos y pecados cometidos, pues los habían llevado a la muerte.
Son muy diligentes en el juzgar, y muy justos; entienden en los juicios que hacen no menos de cien hombres juntos, y lo que determinan se guarda y observa muy firmemente; después de Dios, tienen en gran honra a Moisés, fundador de sus leyes, de tal manera, que si alguno habla mal contra él, es condenado a la muerte.
Obedecer a los viejos y a los demás que algo ordenan o mandan, tiénenlo por cosa muy aprobada; si diez están juntos no hay alguno que hable a pesar de los otros; guárdanse dé escupir en medio o a la parte diestra, y honran la fiesta del sábado más particularmente y con más diligencia que todos los otros judíos; pues no sólo aparejan un día antes por no encender fuego el día de fiesta, ni aun osan mudar un vaso de una parte en otro, ni purgan sus vientres, aunque tengan necesidad de hacerlo.
Los otros días cavan en tierra un pie de hondo con aquella azadilla que dijimos arriba que se da a los novicios, y por no hacer injuria al resplandor divino, hacen sus secretos allí cubiertos, y después vuelven a ponerle encima la tierra que sacaron antes, y aun esto lo suelen hacer en lugares muy secretos; y siendo esta purgación natural, todavía tienen por cosa muy solemne limpiarse de esta manera; distínguense unos de otros, según el tiempo de la abstinencia que han tenido y guardado, en cuatro órdenes, y los más nuevos son tenidos en menos que los que les preceden, tanto, que si tocan alguno de ellos, se lavan y limpian, no menos que si hubiesen tocado algún extranjero; viven mucho tiempo, de tal manera, que hay muchos que llegan hasta cien años, por comer siempre ordenados comer es y muy sencillos, y según pienso, por la gran templanza que guardan. Menosprecian también las adversidades, y vencen los tormentos con la constancia, paciencia y consejo; y morir con honra júzganlo por mejor que vivir.
La guerra que tuvieron éstos con los romanos, mostró el gran ánimo que en todas las cosas tenían, porque aunque sus miembros eran despedazados por el fuego y diversos tormentos, no pudieron hacer que hablasen algo contra el error de la ley, ni que comiesen alguna cosa vedada, y aun no rogaron a los que los atormentaban, ni lloraron siendo atormentados; antes riendo en sus pasiones y penas grandes, y burlándose de los que se lo mandaban dar, perdían la vida con alegría grande muy constante y firmemente, teniendo por cierto que no la perdían, pues la hablan de cobrar otra vez.
Tienen una opinión por muy verdadera, que los cuerpos son corruptibles y la materia de ellos no se perpetúa; pero las quedan siempre inmortales, y siendo de un aire muy sutil, son puestas dentro de los cuerpos corno en cárceles, retenidas con halagos naturales; pero cuando son libradas de estos nudos y cárceles, libradas como de servidumbre muy grande y muy larga, luego reciben alegría y se levantan a lo alto; y que las buenas, conformándose en esto con la sentencia de los griegos, viven a la otra parte del mar Océano, adonde tienen su gozo y su descanso, porque aquella región no está fatigada con calores, ni con aguas, ni con fríos, ni con nieves, pero muy fresca con el viento occidental que sale del océano, y ventando muy suavemente está muy deleitable. Las malas ánimas tienen otro lugar lejos de allí, muy tempestuoso y muy frío, Heno de gemidos y dolores, adonde son atormentadas con pena sin fin.
Paréceme a mi que con el mismo sentido los griegos han apartado a todos aquellos que llaman héroes y semidioses en unas islas de bienaventurados, y a los malos les han dado un lugar allí en el centro de la tierra, llamado infierno, adonde fuesen los impíos atormentados; aquí fingieron algunos que son atormentados los sísifos, los tántalos, los ixiones y los tirios, teniendo, por cierto al principio que las almas son inmortales, y de aquí el cuidado que tienen de seguir la virtud y menospreciar los vicios; porque los buenos, conservando esta vida, sehacen mejores, por la esperanza que tienen de los bienes eterno después de esta vida, y los malos son detenidos, porque aunque estando en la vida han estado como escondidos, serán después de la muerte atormentados eternamente. Esta, pues, es la filosofía de los esenios, la cual, cierto, tiene un halago, si una vez se comienza a gustar, muy inevitable. Hay entre ellos algunos que dicen saber las cosas por venir, por sus libros sagrados y por muchas santificaciones Y muy conformes con los dichos de los profetas desde su primer tiempo; y muy pocas veces acontece que lo que ellos predicen de lo que ha de suceder, no sea así como ellos señalan.
Hay también otro colegio de esenios, los cuales tienen el comer, costumbres y leyes semejantes a las dichas, pero difiere en la opinión del matrimonio; y dicen que la mayor parte de la vida del hombre es por la sucesión, y que los que aquello dicen la cortan, porque si todos fuesen de este parecer, luego el género humano faltaría; pero todavía tienen ellos sus ajustamientos tan moderados, que gastan tres años en experimentar a sus mujeres, y si en sus purgaciones les parecen idóneas y aptas para parir, tómanlas entonces y cásanse con ellas.
Ninguno de ellos se llega a su mujer si está preñada, para demostrar que las bodas y ajuntamientos de marido y mujer no son por deleite, sino por el acrecentamiento y multiplicación de los hombres; las mujeres, cuando se lavan, tienen sus túnicas o camisas de la manera de los hombres y éstas son las costumbres de este ayuntamiento.
Los fariseos son de las dos órdenes arriba primeramente dichas, los cuales tienen más cierta vigilancia y conocimiento de la ley; éstos suelen atribuir cuanto se hace a Dios y a la fortuna, y que hacer bien o mal, dicen estar en manos del hombre pero que en todo les puede ayudar la fortuna. Dicen también que todas las ánimas son incorruptibles; pero que pasan a los cuerpos de otros solamente las buenas, y las malas son atormentadas con suplicios y tormentos que nunca fenecen ni se acaban.
La segunda orden es la de los saduceos, quitan del todo la fortuna, y dicen que Dios ni hace algúp mal ni tampoco lo ve; dicen también que les es propuesto el bien y el mal, y que cada uno toma y escoge lo que quiere, según su voluntad; niegan generalmente las honras y penas de las ánimas, y no les dan ni gloria ni tormento.
Los fariseos ámanse entre sí unos a otros, deséanse bien, y júntanse con amor; pero los saduceos difieren y desconforman entre sí con costumbres muy fieras, no ven con buenos ojos a los extranjeros, antes son muy inhumanos para con ellos.
Estas cosas son las que hallé para decir de las sectas de los judíos; volveré ahora a lo comenzado.
Capítulo VIII
Del regimiento de Piloto y de su gobierno.
Reducido el reino de Arquelao en orden de provincia, los otros, es a saber, Filipo y Herodes, llamado por sobrenombre Antipas, reglan sus tetrarquias; por Salomé, muriendo, dejó en su testamento a Julia, mujer de Augusto, la parte que había tenido en su regimiento, y los palmares en Faselide. Viniendo después a ser emperador Tiberio, hijo de Julia, después de la muerte de Augusto, que fué emperador cincuenta y siete años, seis meses y dos días, quedando en sus tetrarquías Herodes y Filipo.
Este, cerca de las fuentes en donde nace el río Jordán, hizo y fundó una ciudad en Paneade, la cual llamó Cesárea, y otra en Gaulantide la Baja, la cual quiso llamar Juliada, y Herodes fundó en Galilea otra que llamó Tiberíada, y en Perea otra, por nombre Julia.
Siendo enviado Pilato por Tiberio a Judea, y habiendo tomado en su regimiento aquella región, una noche muy callada trajo las estatuas de César y las metió dentro de Jerusalén; y esto tres días después fue causa de gran revuelta en Jerusalén entre los judíos; porque los que esto vieron fueron movidos con gran espanto y maravilla, como que ya sus leyes fueran con aquel hecho profanadas; porque no, tenían por cosa lícita poner en la ciudad estatuas o imágenes de alguno, y con las quejas y grita de los ciudadanos de Jerusalén, Hegáronse también muchos de los lugares vecinos, y viniendo luego a Cesárea por hablar a Pilato, suplicábanle con grande afición que quitase aquellas imágenes de Jerusalén, y que les guardase y defendiese el derecho de su patria.
No queriendo Pilato hacer lo que le suplicaban, echáronse por tierra cerca de su casa, y estuvieron allí sin moverse cinco días y cinco noches continuas. Después, viniendo Pilato a su tribunal, convocó con gran deseo toda la muchedumbre de los judíos delante de él, como si quisiese darles respuesta, y tan presto como fueron delante, hecha la señal, luego hubo multitud de soldados, porque así estaba ya ordenado, que los cercaron muy armados, y rodeáronlos con tres escuadrones de gente. Espantáronse mucho los judíos viendo aquella novedad, que despedazaría a todos si no recibían las imágenes y estatuas de César, y señaló a los soldados que sacasen de la vaina sus espadas.
Los judíos, viendo esto, como si lo trajeran así concertado, échanse súbitamente a tierra y aparejaron sus gargantas para recibir los golpes, gritando que más querían morir todos que permitir, siendo vivos, que fuese la ley que tenían violada y profanada. Entonces Pilato, maravillándose de ver la religión grande de éstos, mandó luego quitar las estatuas de Jerusalén.
Después movió otra revuelta. Tienen los judíos un tesoro sagrado, al cual llaman Corbonan, y mandólo gastar en traer el agua, la cual hizo que viniese de trescientos estadios lejos; por esto, pues, el vulgo y todo el pueblo echaba quejas, de tal manera, que viniendo a Jerusalén Pilato, y saliendo a su tribunal, lo cercaron los judíos; pero él habíase ya para ello proveído, porque había puesto soldados armados entre el pueblo, cubiertos con vestidos y disimulados; mandóles que no los hiriesen con las espadas, pero que les diesen de palos si se movían a algo. Ordenadas, pues, de esta manera las cosas, dio señal del tribunal, a donde estaba, y herían de esta manera a los judíos, de los cuales murieron muchos por las heridas grandes que allí recibieron, y muchos otros perecieron pisados por huir miserablemente.
Viendo entonces el pueblo la muchedumbre de los muertos, atónito mucho por ello, callóse; y por esto Agripa, hijo de Aristóbulo, a quien Herodes mandó matar, y el que acusó a Herodes el tetrarca, vínose a Tiberio; pero no queriendo recibir éste sus acusaciones, residiendo en Roma, hacíase conocer y trabajaba por ganar las amistades de todos los poderosos; era muy servidor y amaba en gran manera a Cayo, hijo de Germánico, siendo aún privado y hombre particular. Y estando un día en un solemne banquete con él convidado, al fin de la comida levantó ambas manos al cielo, y comenzó a rogar a Dios manifiestamente que le pudiese ver señor de todo, después de la muerte de Tiberio; p . ero como uno de sus familiares amigos hubiese hecho saber esto a Tiberio, mandó luego poner en cárcel a Agripa, el cual fue detenido allí por espacio de seis meses con grandísimo trabajo, hasta la muerte de Tiberio.
Muerto éste después de haber reinado veintidós años, seis meses y tres días, sucediéndole Cayo César, libró de la cárcel a Agripa, y dióle la tetrarquía de Filipo, porque éste era ya muerto, y llamólo rey. Habiendo después llegado Agripa al reino, movió por envidia la codicia del tetrarca Herodes. Movíalo en gran manera a esperanzas de alcanzar el reino, Herodia, su mujer, reprendiendo su negligencia, y diciendo que por no haber querido navegar a verse con César, carecía de mayor poder que tenía; porque corno había hecho a Agripa rey, de hombre que era particular, ¿cómo dudaban en confiar que á él, que era tetrarca, no le concediese la misma honra? Movido Herodes con estas cosas, vinose a Cayo, y reprendido de muy avaro, huyóse a España, porque le había seguido su acusador Agripa, a quien el César le dió la tetrarquía que Herodes poseía.
Y peregrinando de esta manera Herodes en España, su mujer también se fue con él.
Capítulo IX
De la soberbia grande de Cayo y de Petronio, su presidente en Judea.
Súpose tan gran mal servir de la fortuna Cayo César y usar de la prosperidad, que quería ser llamado Dios, y se tenía por tal. Dió la muerte a muchos nobles de su patria, y extendió su crueldad impía aun hasta Judea. Envió a Petronio con ejército y gente a Jerusalén, mand'ndole que pusiese sus estatuas en el templo, y que si los judíos no las querían recibir, que matase a los que lo repugnasen, y tomase presos a todos los demás. Esto, cierto, movía y enojaba a Dios. Petronio, pues, con tres legiones y gran ayuda que había tomado en Siria, venlase aprisa a Judea. Muchos judíos no creían que fuese verdad lo que oían decir de la guerra, y los que lo creían' no podían resistirle ni pensar en ello; y así les vino un súbito temor a todos generalmente, porque el ejército habla llegado ya a Ptolemaida.
Está dicha ciudad edificada en un gran territorio y llanura en la ribera de Galilea; rodéanla los montes por la parte de Oriente, y duran hasta sesenta estadios de largo algún poco apartados; pero todos son del señorío de Galilea; por la parte del Mediodía tiene la montaña llamada Carmelo, y alárgase la ciudad a ciento veinte estadios; por la parte septentrional tiene otro monte muy alto, el cual llaman, los que lo habitan, Escala de los Tirios, y éste está a espacio de cien estadios. A dos estadios de esta ciudad corre un río que llaman Beleo, pequeño, y cerca de allí está el sepulcro de Memnón, el cual tiene casi cien codos, y es muy digno de ser visto y tenido en mucho. Es a la vista como un valle redondo, y sale de allí mucha arena de vidrio, y aunque carguen de ella muchas naos, que llegan allí todas juntas, luego en la hora se muestra otra vez lleno; porque los vientos muestran poner diligencia en traer de aquellos recuestos altos que por allí hay, esta arena común con la otra, y como aquel lugar es minero de metal fácilmente la muda presto en vidrio. Aun me parece más maravilloso que las arenas convertidas ya en vidrio, si fueren echadas por los lados de este lugar, se convierten otra vez en arena común. Esta, pues, es la naturaleza y calidad de esta tierra.
Habiéndose juntado los judíos, sus hijos y mujeres, en Ptolemaida, suplicaban a Petronio, primero por las leyes de la patria, y después por el estado y reposo de todos ellos. Movido éste al ver tantos como se lo rogaban, dejó su ejército y las estatuas que traía en Ptolemaida; y pasando a Galilea, convocó en Tiberíada todo el pueblo de los judíos y toda la gente noble, y comenzóles a declarar la fuerza del ejército y poder romanos, y las amenazas de César, añadiendo también cuánta injuria y desplacer le causaba la súplica que los judíos le hacían, pues todas las gentes que, obedeciendo, reconocían al pueblo romano, tenían en sus ciudades, entre los otros dioses, las imágenes también del emperador; que solamente los judíos no lo querían consentir, y que esto era ya apartarse del mando del Imperio, aun con injuria de su presidente.
Alegaban, por el contrario, los judíos la costumbre de su patria y las leyes, mostrando no serles lícito tener no de hombres sólo, pero ni la imagen de Dios en su templo, y no sólo en el templo, pero ni tampoco en sus casas ni en lugar alguno, por más profano que sea, en toda su región.
Entendiendo Petronio esta razón, respondió: "Pues sabed que yo he de cumplir lo que mi señor me ha mandado, y si no le obedezco, seré agradable a vosotros, y justamente mereceré ser castigado. Haraos fuerza, no Petronio, pero aquel que me ha enviado, porque a mí me conviene hacer lo que me ha sido mandado, también como a vosotros obedecerme y cumplir con lo que yo digo."
Contradijo todo el pueblo a esto, diciendo que más querían padecer todo peligro y daño, que no sufrir que les fuesen quebrantadas o rotas sus leyes.
Habiendo puesto silencio en la grita que tenían, Petronio les dijo: «¿Estáis, pues, aparejados para pelear y hacer guerra al César?"
Respondieron los judío que ellos cada día ofrecían a Dios sacrificios por la vida de César y de todo el pueblo romano; pero si pensaba deberse poner las imágenes en el templo, primero debía hacer sacrificio de todos los judíos, porque ellos y sus mujeres e hijos se ofrecían para ello a que los matasen.
Maravillóse otra vez Petronio viendo esto, Y túvoles compasión, viendo la gran religión de estos hombres, y viendo tantos tan prontos para recibir la muerte; y fuéronse todos sin hacer algo.
Después comenzó a tomar por sí a cada uno de los más principales y persuadirles de aquello; hablaba también públicamente al pueblo, amonestándolo unas veces con muchos consejos, y otras también los amenazaba, ensalzando la virtud y poder de los romanos y la indignación de César, y entre estas cosas declarábales cuán necesario le fuese cumplir lo que le habla sido mandado. Viendo que no querían consentir ellos en algo de todo cuanto les decía, y que la fertilidad de aquella región se perdería, porque era el tiempo aquel de sembrar, y había estado todo el pueblo casi ocioso cincuenta días en la ciudad, a la postre convocólos y díjoles que quería emprender una cosa peligrosa para él mismo, porque dijo: "0 amansaré a César ayudándome Dios, y salvarme he con vosotros, o si se moviere él a venganza con enojo, perderé la vida por tanta muchedumbre y por tan gran pueblo."
Despidiendo con esto a todo el pueblo, el cual hacía muchos ruegos y sacrificios por Petronio, retiró su ejército de Ptolemaida a Antioquía; y de allí envió luego embajadores a César, que le contasen e hiciesen saber con qué aparejo y orden hubiese venido contra Judea, y lo que toda la gente le había suplicado, y que si determinaba negarles lo que pedían, debía saber que los hombres y las tierras todas se perderían; porque ellos guardaban en esto la ley de su patria, y con gran ánimo contradecían a todo mandamiento nuevo. Respondió Cayo a estas cartas muy enojado, amenazando con la muerte a Petronio, porque había sido negligente en ejecutar su mandamiento. Pero aconteció que los mensajeros que llevaban las cartas fueron detenidos tres meses en el camino por las grandes continuas tempestades, y otros llegaron más prósperamente y la nueva de la muerte de César, porque antes de veintisiete con cartas de ello Petronio, las cuales te hacían saber el fin de la vida de César, primero que viniesen aquellos que traían las cartas de las amenazas.
Capítulo X
Del imperio de Claudio, del reino de Agripa y de su muerte.
Muerto Cayo por maldad y traición, después de haber imperado tres años y seis meses, fue hecho, por el ejército que estaba en Roma, emperador Claudio. Todo el Senado, por relación de los cónsules de aquel año, Septimio, Saturnino y Pomponio Segundo, mandó que las tres compañías que estaban en la ciudad tuviesen cargo de guardarla, y juntáronse todos los senadores en el Capitolio, y por la crueldad de Cayo determinaban hacer la guerra a Claudio, porque querían que el imperio fuese regido por los principales, y que fuesen elegidos, como antes, los mejores para que fuesen emperadores.
En este medio vino Agripa, y como fuese llamado por el Senado, que se juntase en Consejo, y por el César, que le ayudase en su ejército, por servirse de él en lo que sucediese y le fuese necesario, viendo Agripa que Claudio con su poder era ya César, juntáse con él; el César lo envió luego por embajador al Senado, por que mostrase su determinación y propósito, diciendo que lo habían elegido los soldados contra su voluntad, y lo habían llevado consigo, y que fuera cosa injusta dejar la afición que todos le tenían y desecharla, porque si no la recibiera, no se tenía por seguro, diciendo que le bastará esto para moverle envidia, haber sido llamado para reinar, y no haberlo querido aceptar, y que estaba aparejado para administrar el imperio, no como tirano, mas como benigno y clemente príncipe, porque bastante le era a él la honra del nombre, y que dejando todo lo demás al parecer de todos, si él de su natural no era modesto, tenía ejemplo para serlo y para refrenar su poder, viendo la muerte de Cayo.
Como Agripa hubiese dicho todas estas cosas, respondióle el Senado, casi confiando en su ejército y en sus consejos, que no querían venir en servidumbre de su grado. Y recibida la respuesta de los senadores, volvióles a enviar otra vez a Agripa, diciendo que no podía él entender por qué los había de engañar y había de buscar daño para los que le habían encumbrado tanto y le habían hecho Emperador; y que forzado había de mover guerra contra ellos y contra su voluntad, con los cuales no quisiera él pelear en alguna manera del mundo, y que por tanto debían escoger un lugar fuera de la ciudad, en el cual peleasen, porque no era lícito ensuciar su patria con sangre de los ciudadanos, por causa de la obstinación de ellos.
Dijo Agripa esta embajada al Senado. Estando en esto, uno de aquellos soldados que estaban con los senadores, desenvainó su espada, y dijo: "Compañeros, ¿por qué causa queremos ser matadores y salir contra nuestros propios parientes que siguen a Claudio, teniendo principalmente emperador, a quien no podemos dar culpa en alguna manera, y a quien debemos antes recibir disculpándonos, que no con armas?"
Diciendo estas cosas, salióse por medio del Senado, siguiéndole todos los otros soldados.
Desamparados los senadores por causa de este hombre, comenzaron a temer; y viendo que no les era cosa cómoda ni segura contradecir, siguiendo a los soldados, presentáronse a César. Saliéndoles al encuentro con las espadas desenvainadas los que ambiciosamente lisonjeaban al emperador y a su fortuna, y mataran a cinco en la salida, antes que César pudiese saber el ímpetu de los soldados, si Agripa, corriendo, no le denunciara el peligro grande que había, diciendo que, si no refrenaba el atrevimiento de su gente, que mostraba furor contra la sangre y la vida de los ciudadanos, perdería aquellos que daban lustre al imperio, y sería emperador de la soledad.
Oyendo esto Claudio, detuvo a los soldados y recibió en sus tiendas a todos los senadores; y haciendo a todos gran honra, salió de allí e hizo a Dios sus sacrificios, según tienen por costumbre hacer sus ruegos. Luego también hizo donación a Agripa de todo el reino de su padre, añadiéndole más todo aquello que Augusto habla dado antes a Herodes, es a saber: la región Traconitide y de Auranitide, y además de esto otro reino que solían llamar Lisania.
Hizo que con pregón fuese publicada esta donación, y mandó a los senadores que la pusiesen en el Capitolio escrita en tablas de cobre.
Dió también muchos dones al hermano de Agripa, Herodes, el cual era yerno del mismo Agripa, casado con Berenice, reina de Calcidia.
Veníale a Agripa de lo que le había sido dado mayor renta de lo que se podía pensar, aunque no la gastaba en cosas inútiles y desaprovechadas; pero comenzó a hacer un muro en Jerusalén, que si se pudiera acabar, fuera bastante para deshacer el cerco de los romanos cuando cercaban la ciudad; pero antes que esta obra se acabase, él murió en Cesárea, después de haber reinado tres años, y antes había sido tetrarca otros tres. Dejó tres hijas, nacidas de su mujer Cipride, Berenice, Marianima y Drusila, y un hijo de la misma mujer, llamado Agripa. Como fuese éste muy pequeño, Claudio hizo provmcia todo aquel reino, enviando allá por procurador de todo a Cestio Festo, y después de éste, Tiberio Alejandro, los cuales, no trocando algo de las costumbres que los judíos tenían, tuvieron muy pacíficas todas aquellas tierras.
Murió después Herodes, que reinaba en Calcidia, dejando dos hijos de su mujer Berenice, hija de su hermano: el uno llamado Bereniciano, y el otro Hircano; y de la primera mujer, Mariamma, dejó a Aristóbulo.
El otro hermano suyo, llamado Aristóbulo, murió también privadamente, dejando una hija llamada Jopata. Estos eran, pues, los hijos, según dijimos, de Aristóbulo, que fué hijo de Herodes. Alejandiro y Aristóbulo eran hijos de Herodes y de Mariamma, a los cuales su padre mismo hizo matar.
Los descendientes de Alejandro reinaron en Armenia la Mayor.
Capítulo XI
De muchas y varias revueltas que se levantaron en Judea y en Samaria.
Después de la muerte de Herodes, que reinó en Calcidia, Claudio puso en el reino del tío a Agripa, hijo de Agripa. Tomó el cargo de la otra provincia, después de Alejandro, Cumano, debajo del cual comenzaron a nacer nuevos alborotos, y vinieron nuevos daños a todos los judíos; porque, juntándose el pueblo en Jerusalén para celebrar la fiesta de la Pascua, estando una compañía de gente romana en los claustros del templo, como era costumbre haber guarda de gente de armas los días festivos, porque los pueblos que allí se juntaban no moviesen alguna novedad, un soldado, desatacándose, mostró a todos los judíos que allí estaban, las vergüenzas de atrás, echando una voz no diferente de la obra que hacía. Por este hecho comenzóse todo aquel pueblo a quejarse en tanta manera, que se presentaron todos a Cumano pidiendo a voces que fuese castigado y sentenciado aquel soldado.
Los mancebos, poco considerados, y naturalmente aparejados para mover revueltas, comenzaron a revolverse y a echar los soldados a pedradas. Temiendo entonces Cumano se levantase todo el pueblo contra él, llamó mucha gente de armas, poniéndola en los claustros del templo. Hubieron gran temor todos los judíos, y dejando el templo, comenzaron a recogerse todos y a huir de allí; pasaron al salir tan grande aprieto al pasar por la gente armada, que murieron pisados con la prisa del salir más de diez mil hombres, y fue la fiesta de muchas lágrimas para todos, y por cada casa se oían los llantos.
Además de esto hubo también otro ruido, el cual movieron los ladrones; porque cerca de Bethoron, en el público camino, un criado de César traía el aparato de una casa y cierta ropa con él; y saliéndole ladrones en el camino, se la robaron toda. Enviando después Cumano en pesquisa de ellos, mandó que le trajesen presos, y muy atados, los de aquellos lugares cercanos, acusándolos de que no habían preso a los ladrones. Por esta ocasión, hallando un soldado en una aldea de aquellas los libros sagrados de la ley, los rompió y quemó.
Viendo esto los judíos, parecióles que les habían destruido y quemado toda su religión; juntáronse de todas partes y vinieron juntos con una voz movidos por su superstición, como casi a armas delante de Cumano, a Cesárea, rogándole no dejase sin castigo un hombre que tan gran maldad e injuria había hecho a todo el pueblo. Al ver esto Cumano, conociendo que no se había de sosegar toda aquella multitud de gente si no quedaba satisfecha con el castigo M hombre, condenó al soldado y mandólo llevar públicamente a ejecutar su sentencia; y de esta manera, amansados ya los judíos, se fueron.
Levantóse otra revuelta nuevamente entre los galileos y samaritanos, porque en un lugar llamado Geman, que está en el gran campo de Samaria, viniendo un galileo y un judío por ver y gozar de la festividad, fué aquél muerto. Por este hecho se juntaron gran parte de los de Galilea para pelear con los samaritanos. La gente principal y más noble de éstos vinieron a Cumano, suplicándole que bajase a Galilea antes que sucediese peor destrucción vengase la muerte del galileo, matando a los culpados en ella. Pero teniendo en más Cumano lo que tenía entonces entre manos que todas estas súplicas y ruegos, despidió a los que se lo rogaban, sin acabar ni hacer algo en ello.
Sabida esta muerte en Jerusalén, movióse todo el pueblo; y dejando la solemnidad del día y de la fiesta, vino la gente popular contra Samaria, sin capitán y sin querer obedecer a príncipe alguno de los suyos, que trabajaban por detenerlos.
Los principales de aquellos latrocinios y de todas aquellas revueltas eran un Eleazar, hijo de Dineo, y Alejandro, los cuales, corriendo por los campos cercanos o vecinos a la región Acrabatana, hicieron gran matanza; Y matando así a hombres, como mujeres y niños, sin perdonara edad alguna, quemaron también todos los lugares.
Oyendo Cumano estas cosas, trajo consigo una compañía de gente de a caballo, la cual se llama de los Sebastenos, por socorrer a los que eran destruídos; y así prendió muchos de aquellos que habían seguido a Eleazar, y mató muchos más. A toda la otra gente que había venido por destruir y talar los campos de Samaria, saliéronles al encuentro los principales de Jerusalén, y cubiertos sus cuerpos con ásperos cilicios y con sus cabezas llenas de ceniza, rogábanles humildemente que dejasen lo que habían comenzado, no moviesen, por vengarse de los samaritanos, a que los romanos destruyesen a Jerusalén, y tuviesen compasión y misericordia de su patria y de su templo, de sus hijos y mujeres propias, sin que quisiesen ponerlo todo en peligro y hacer que por venganza de un galileo todos pereciesen. Conformándose con esto los judíos, dejaron lo que tenían comenzado, y volviéronse. Muchos habla en este mismo tiempo que se juntaban para robar, como suele comúnmente acaecer que el atrevimiento crece estando las cosas muy reposadas, los cuales no dejaban región alguna sin robo y rapiña; y el que más atrevido era, éste se mostraba más también en hacer fuerza.
Entonces, viniendo los principales de Samaria a Tiro, delante de Numidio Quadrato, procurador de toda Siria, pidiendo justicia y venganza de los que les habían robado todas las tierras, vinieron también prontamente allí los más nobles de todos los judíos; y Jonatás, hijo de Anano, príncipe de los sacerdotes, alegaba contra lo que les habían objetado, que los samaritanos habían sido principio de toda aquella revuelta, pues ellos mataron al hombre con toda ley; pero que la causa de las otras adversidades que después habían sucedido, fué Cumano, en no haber querido tomar venganza ni dar castigo a los autores de aquella muerte.
Difirió Quadrato la causa de ambas partes, diciendo que cuando él viniese a todas aquellas regiones, lo examinaría todo; y pasando de allí a Cesárea, ahorcó a todos los que Cumano habla preso. Llegando, pues, a Lida, oyó otra vez las quejas de los samaritanos; y trayendo delante de sí dieciocho judíos que sabía haber sido causa y participantes en la revuelta, mandóles cortar la cabeza. Envió dos príncipes de los sacerdotes, Jonatás y Ananías, y al hijo de éste, Anano, y algunos otros nobles de los judíos, a César, y envió también parte de la nobleza de Samaria, y mandó al tribuno Celero y a Cumano que navegasen para Roma, a dar cuenta a Claudio de todo lo que había pasado, y darle razón de cuanto había hecho.
Sosegadas ya y puestas en paz todas estas cosas, veníase de Lida a Jerusalén; y hallando que el pueblo celebraba la fiesta de la Pascua sin ruido y sin perturbación alguna, volvióse a Antioquía.
Oídas ambas partes en Roma por César, y visto lo que Cumano alegaba y lo que los samaritanos, estaba allí también Agripa defendiendo con gran instancia la causa de los judíos; porque Cumano tenía consigo y en su favor gran parte de la gente principal. Dió sentencia contra los samaritanos, y mandó matar tres de los más nobles de todos ellos; y desterró a Cumano, y dió a los judíos, para que lo llevasen a Jerusalén, el tribuno Celero; y que arrastrándolo por la ciudad, delante de todos lo sentenciasen.
Envió, después de ya pasadas estas cosas, a Félix, hermano de Palante, a los judíos, por procurador de toda la provincia y región de ellos, de Galilea y de Samaria.
Levantó también a Agripa más de lo que ser solía en Calcidia, dándole también aquella parte que solía ser administrada por Félix. Eran éstas las regiones de Trachón, Batanca y Gaulanitis; dióle también el reino de Lisania y la tetrarquía que Varrón había tenido en regimiento; y él murió, habiendo sido emperador tres aflos, ocho meses y treinta días, dejando por sucesor a Nerón, a quien había elegido para que fuese emperador por consejos y persuasiones de Agripina, su mujer, teniendo hijo legítimo llamado Británico, nacido de su primera mujer, Mesalina, y una hija llamada Octavia, la cual había dado en casamiento a Nerón, entenado suyo. También tuvo de su mujer Agripina una hija llamada Antonia.
Dejaré de contar ahora al presente, por saber que seria importuno, de qué manera Nerón, levantado en los bienes de la fortuna y prosperidad, supo tan mal servirse de todo; y cómo mató a su hermano, a su madre y a su mujer, convirtiendo después su crueldad contra todos, viniendo a la postre a enloquecer y hacer cosas de hombre indiscreto y sin cordura.
Capítulo XII
De las revueltas que acontecieron en Judea en tiempo de Félix.
Trataré solamente aquí lo que Nerón hizo contra los judíos. Puso por rey de Armenia a Aristóbulo, hijo de Herodes. Ensanchó el reino de Agripa con cuatro ciudades y más los campos a ellas pertenecientes en la región Perca, Avila, Juliada, Galilea, Tarichea y Tiberiada. Toda la otra parte de Judea la dejó debajo del regimiento de Félix.
Este prendió al príncipe de los ladrones Eleazar, el cual había robado todas aquellas tierras por espacio de veinte años, y prendió muchos otros con él y enviólos presos a Roma. Prendió también innumerable muchedumbre de ladrones y encubridores de hurtos, los cuales todos ahorcó. Y limpiadas aquellas tierras de esta basura de hombres, levantábase luego otro género de ladrones dentro de Jerusalén: éstos se llamaban matadores o sicarios, porque en el medio de la ciudad, y a mediodía, solían hacer matanzas de unos y otros. Mezclábanse, principalmente los días de las fiestas, entre el pueblo, trayendo encubiertas sus armas o puñales, y con ellos mataban a sus enemigos; y mezclándose entre los otros, ellos se quejaban también de aquella maldad, y con este engaño quedábanse, sin que de ellos se pudiese sospechar algo, muriendo los otros.
Fue muerto por éstos Jonatás, pontífice, y además de éste mataban cada día a muchos otros, y era mayor el miedo que los ciudadanos tenían, que no el daño que recibían; porque todos aguardaban la muerte cada hora, no menos que si estuvieran en una campal batalla. Miraban de lejos todos los que se llegaban, y no podían ni aun fiarse de sus mismos amigos, viendo que con tantas sospechas y miramientos, y poniendo tanta guarda en ello, no se podían guardar de la muerte; antes, con todo esto, era muertos: tanta era la locura, atrevimiento y arte o astucia en esconderse.
Otro ayuntamiento hubo de malos hombres que no mataban, pero con consejos pestíferos y muy malos corrompieron el próspero estado y felicidad de toda la ciudad, no menos que hicieron aquellos matadores y ladrones. Porque aquellos hombres, engañadores del pueblo, pretendiendo con sombra y nombre de religión hacer muchas novedades, hicieron que enloqueciese todo el vulgo y gente popular, porque se salían a los desiertos y soledades, prometiéndoles y haciéndoles creer que Dios les mostraba allí señales de la libertad que habían de tener.
Envió contra éstos Félix, pareciéndole que eran señales manifiestas de traición y rebelión, gente de a caballo y de a pie, todos muy armados, matando gran muchedumbre de judíos.
Pero mayor daño causó a todos los judíos un hombre egipcio, falso profeta: porque, viniendo a la provincia de ellos, siendo mago, queríase poner nombre de profeta, y juntó con él casi treinta mil hombres, engañándolos con vanidades, y trayéndolos consigo de la soledad adonde estaban, al monte que se llama de las Olivas, trabajaba por venir de allí a Jerusalén, y echar la guarnición de los romanos, y hacerse señor de todo el pueblo.
Habíase juntado para poner por obra esta maldad mucha gente de guarda; pero viendo esto Félix, proveyó en ello; y saliéndoles con la gente romana muy armada y en orden, y ayudándole toda la otra muchedumbre de judíos, dióle la batalla. Huyó salvo el egipcio con algunos; y presos los otros, muchos fueron puestos en la cárcel, y los demás se volvieron a sus tierras.
Apaciguado ya este alboroto, no faltó otra llaga y postema, corno suele acontecer en el cuerpo que está enfermo, juntándose algunos magos y ladrones, ponían en gran trabajo y aflicción a muchos, proclamando la libertad y amenazando a los que quisiesen obedecer a los romanos, por apartar aquellos que sufrían servidumbre voluntaria, aunque no quisiesen.
Esparcidos, pues, por todas aquellas tierras, robaban las casas de todos los principales; y además de esto los mataban cruelmente: ponían fuego a los lugares, de tal manera, que toda Judea estaba ya casi desesperada por causa de éstos. Crecía cada día más esta gente y desasosiego.
Por Cesárea se levantó también otro ruido entre los judíos y siros que por allí vivían. Los judíos pedían que la ciudad tomase el nombre de ellos y les fuese propia, pues judío la había fundado; es a saber, el rey Herodes: los siros que les contrariaban, confesaban bien haber sido el fundador de ella judío; pero querían decir que la ciudad había sido de gentiles y lo debía ser, porque si el fundador quisiera que fuera de los judíos, no hubiera dejado hacer allí imágenes, ni estatuas, ni templos; y por estas causas estaban ambos pueblos en discordia.
Pasaba tan adelante esta contienda, que venían todos a las armas, y cada día había gente de ambas partes que por ello peleaba. Los padres y hombres más vicios de los judíos trabajaban por detenerlos y refrenarlos, pero no podían; y a los griegos también les parecía cosa muy mala mostrarse ser para menos que eran los judíos: éstos les eran superiores, tanto en las fuerzas del cuerpo como en las riquezas que tenían. Pero los griegos tenían mayor socorro de los soldados Y gente romana, porque casi toda la gente romana que estaba en Siria se les había juntado, y estaban aparejados como aparentados para ayudar todos a los siros; pero los capitanes y regidores de los soldados trabajaban en apaciguar aquella revuelta; y prendiendo a los capitanes, movedores de ella, azotaban de ellos algunos, y tenían presos y en cárcel a muchos otros. El castigo de los que prendían no era parte para poner temor ni paz entre los otros; antes, viendo esto, se movían más a venganza y a revolverlo todo. Entonces Félix mandó con pregón, so pena de la vida, que los que eran contumaces y porfiaban en ello, saliesen de la ciudad; y habiendo muchos que no le quisieron obedecer, envió sus soldados que los matasen, y robáronles también sus bienes.
Estando aún esta revuelta en pie, envió la gente más noble de ambas partes por embajadores a Nerón, para que en su presencia se disputase la causa y se averiguase lo que de derecho convenía.
Después de Félix sucedió Festo en el gobierno; y persiguiendo a todos los que revolvían aquellas tierras, prendió muchos ladrones, y mató gran parte de ellos.
Capítulo XIII
De Albino y Floro, presidentes de Judea.
Pero su sucesor Albino no se hubo tan bien en su regimiento ni en el gobierno de las cosas, porque no había maldad alguna de la cual no se sirviese; no sólo hacia muy grandes hurtos en las causas civiles que trataba de cada uno, robandoles los bienes; y no sólo hacia agravio a todo el pueblo con los grandes tributos que cargaba a todos; pero también libraba de la cárcel los ladrones que los regidores de las ciudades habían preso; y tomando gran dinero de los parientes de ellos, libraba también aquellos que los presidentes y gobernadores pasados habían puesto m la cárcel, dejando preso como a muy culpado sólo aquel que no le daba algo.
Creció también el atrevimiento de aquellos que deseaban en este mismo tiempo novedades, y revolverlo todo en Jerusalén. Los que eran entre éstos más ricos y poderosos, presentando muchos dones a Albino, hacían que no se enojase con ellos; y la parte del pueblo, que no se holgaba con el reposo general, juntábase con los amigos y parciales de Albino. Cada uno, pues, de estos malos, armado con escuadrón y compañía de su misma gente, se mostraba entre ellos como príncipe de los ladrones y como tirano, y servíase de la gente de guarda suya para robar a los de mediano estado; y por tanto, aquellos cuyas casas eran destruidas, mansamente callaban; y los que eran libres de estos daños, con el miedo grande que tenían de que les fuese hecho a ellos otro tanto, mostrábanse muy amigos y comedidos, sabiendo por otra parte cuán dignos eran de muy gran castigo.
Perdido habían todos, la esperanza de verse jamás libres. Había muchos señores y parecía que ya echaban simiente en este tiempo, de la cual naciese la cautividad que les había de nacer y acontecer.
Siendo tal Albino y de tales costumbres, el que le sucedió, Gesio Floro, fue tal, que comparado con Albino parecía haber éste sido muy bueno: porque Albino había hecho mucho daño y muchos engaños, pero secretamente; y Gesio mostraba su maldad con todos y ejercitábala gloriándose con ella; y regiase no como regidor ni gobernador de una provincia, sino como enviado por verdugo y por dar castigo y pena, condenando a todos sin dejar de usar de todo latrocinio y rapiña, y sin dejar de hacer todo mal y aflicción.
Contra los pobres y gente miserables usaba de toda crueldad, y en cometer fealdades y maldades diversas no tenia vergüenza: porque no hubo alguno que tanto encubriese ni engañase con sus engaños la verdad, ni que supiese con mentiras y ficciones dañar tan astutamente. Parecióle que seria cosa de poco, dañar a cada uno particularmente, y con ello hacerse rico; pero desnudaba y robaba todas las ciudades generalmente, dando a todos licencia para robar en su región, con tal que de lo que robasen le hiciesen todos parte. Este, finalmente, fué causa de que toda la región de Judea se despoblase de tal mánera, que muchos, dejando el asiento de su patria, se pasaban a vivir a provincias extrañas. Y hasta que Cestio Galo fue regidor en la provincia de Siria no hubo alguno de los judíos que osase enviar embajadores contra Floro.
Y como, llegando la fiesta de la Pascua, se viniese a Jerusalén, salióle al encuentro la muchedumbre de la gente, que sería bien trescientos mil hombres, suplicándole que socorriese a tanta destrucción y ruina de la gente, y daban todos voces que echase de la provincia una ponzoña tan pestilencial corno era Floro; y oyendo las voces que todo el pueblo daba, estábase sentado junto a Galo; y no sólo no se movía de alguna manera, sino aun se burlaba de ellos y se reía de oír ¡os clamores que todos echaban.
Amansando algún tanto el ímpetu y furor del pueblo, Cestio les dijo que él haría que Floro de allí adelante les fuese más amigo, y volvióse a Antioquia. Acompaflóle Floro hasta Cesárea, burlándose con mil mentiras, y fingiendo con gran diligencia guerra contra los judíos, y amenazábales con ella porque sabia bastar aquella para encubrir sus maldades: porque si los dejaba en paz, tenía por cierto que le acusarían delante de César; pero si les procuraba revueltas, con mayor mal se libraría de la envidia, y con mayor daño cubriría los pecados suyos y faltas menores. De esta manera cada día acrecentaba las destrucciones y daños, por hacer que la gente se rebelase contra el Imperio romano.
En este mismo tiempo alcanzaron victoria delante de Nerón, y ganaron el pleito los de Cesárea contra los judíos, y trajeron letras firmadas en testimonio de ello: y con estas cosas la guerra de los judíos tomaba principio a los doce años del imperio de Nerón, y a los diecisiete del reino de Agripa, en el mes de mayo.
Capítulo XIV
De la crueldad que Floro ejecutaba contra los de Cesárea y Jerusalén.
No se sabe haber habido causas bastantes ni idóneas para mover tantos y tan grandes males corno se levantaron, por lo que arriba hemos dicho. Los judíos que vivían y habitaban en Cesárea, tenían su sinagoga cerca de un lugar, cuyo señor era Un gentil natural de Casárea; y muchas veces habían trabajado por quitarle la señoría que tenía sobre él y todo su derecho, ofreciendo de darle mucho más que la cosa valía. Pero el señor del lugar no se contentó con despreciar los ruegos que le hacían por aquello; antes, por hacerles pesar y causarles mayor dolor, edificó en el mismo lugar muchas tabernas, dejándoles muy estrecho camino y muy angosto lugar para pasar. Al principio algunos de los más mancebos trabajaban por resistirle y vedar la edificación. Y como Floro, los refrenase para que no lo vedasen, no teniendo los nobles de los judíos que lo hiciesen, corrompieron a Floro con ocho talentos que le dieron por que vedase la edificación. Prometió éste hacer todo lo que le pedían, teniendo ojo solamente a cobrar lo que le habían prometido.
Recibido el dinero, salióse luego de Cesárea y fuése a Sebaste, dando licencia y permitiendo que revolviesen el pueblo, ni más ni menos que si hubiera vendido a la gente principal de los judíos, lugar para que peleasen. Luego al día siguiente, que era un sábado, fiesta de los judíos, juntándose el pueblo en la sinagoga, un hombre de Cesárea, sedicioso y amigo de revueltas, puso delante del lugar por donde todos habían de entrar, un vaso de Samo, y allí sacrificaban las aves. Este hecho encendió a los judíos y los movió a mucha ira, porque decían haber sido su ley injuriada y quebrantada por aquéllos, y que el lugar había sido ensuciado feamente. La parte de los judíos más moderada y más constante determinaba quejarse delante de los jueces otra vez nuevamente por esta injuria; pero la juventud y cuantos judíos había, mancebos y amigos también de revueltas, viendo esto, se movían a contiendas.
Los revolvedores de Cesárea estaban también aparejados para pelear, porque adrede habían enviado aquel hombre que hiciese allí aquellos sacrificios; y de esta manera, concurriendo ambas partes, fácilmente se trabaron a la pelea. Pero sobreviniendo allí Jucundo, capitán de la caballería, el cual había para vedarles que peleasen, mandó quitar luego el vaso que había sido puesto por el cesariano, y trabajaba por apaciguar el ruido.
Siendo vencido éste por la fuerza de los cesarianos, los judíos luego arrebatando los libros de la ley, apartáronse hacia Narbata.
Es ésta una región de ellos, lejos de Cesárea sesenta estadios, y doce de los principales con Juan, se vinieron a Sebaste delante de Floro, quejándose de lo que había acontecido, y rogábanle que los ayudase haciéndole acordar de los diez talexitos que le habían dado, aunque con arte y disimulación; mas él los mandó prender, acusándolos que por qué causa habían osado sacar las leyes de Cesárea. Por esto se indignaban mucho los de Jerusalén, pero refrenaban aún su ira como mejor les era posible.
Floro, como que no entendiese en otra cosa sino en moverlos e incitarlos a guerra, envió al tesoro sagrado hombres que sacasen diecisiete talentos, fingiendo que los gastos que César hacía requerían todo aquel dinero. Visto esto, el pueblo quedó muy confuso, y corriendo todos al templo, con grandes voces apellidaban todos a César, suplicándole que los librase de la tiranía de Floro. Algunos había entre éstos que buscaban revueltas mayores, maldecían a Floro, y decían de él muchas injurias; y tomando una canasta iban por la ciudad pidiendo limosna para él, como si estuviera con la mayor miseria y pobreza del mundo.
Pero con todas estas cosas no hizo mutación alguna en sus codicias, antes fué mucho más movido a robarlos.
Como finalmente debiera, viniendo a Cesárea a matar el fuego de la guerra que se levantaba, y quitar toda la causa de revueltas, por lo cual había antes recibido paga y lo había prometido, dejando todo esto, vínose con ejército de a pie y de a caballo para servirse de él en todo lo que quería, y para poner miedo y amenazas grandes en la ciudad.
Queriendo amansar su ira, el pueblo salió al encuentro a todos los soldados con los favores acostumbrados, y para hacer las honras a Floro que antes solían hacer a todos; pero él, enviando delante un capitán llamado Capitón, con cincuenta hombres de a caballo, les mandó que se volviesen; y que habiendo dicho antes tanto mal de él, no quería que se burlasen, haciéndole honras falsas y fingidas. Porque convenla, si eran valerosos hombres y varones constantes y de ánimo firme, afrentarlo ahora también en su presencia, y mostrar el deseo y voluntad que tienen de la libertad, no sólo con palabras, pero también con las armas.
Espantado el pueblo con estas palabras, y echándose los soldados que habían venido con Capitón, por medio, los judíos se dispersaron, huyendo antes de saludar a Floro y antes de hacer algo con los soldados de todo lo que se solla hacer. Recogiéndose, pues, cada uno en su casa, pasaron sin dormir toda aquella noche.
Floro se aposentó en el Palacio Real, y luego el otro día después, saliendo en tribunal contra ellos, asentóse, más alto de lo que solía; y juntándose los principales de los sacerdotes y toda la nobleza de la ciudad, vinieron todos delante del tribunal. Mandóles Floro que luego le diesen todos aquellos que hablan dicho mal de él, amenazándoles que tornaría en ellos venganza si no le presentaban y hacían saber quiénes eran.
Respondieron los judíos que su pueblo no había hablado mal de él; y que si alguno había errado en el hablar, suplicábanle que lo perdonase, porque en tanta muchedumbre de gente no era de maravillar que se hallasen algunos malos y sin cordura, mozos y de poca prudencia, y que les era imposible señalar los que en aquello hablan pecado, viendo que a todos generalmente pesaba, y se mostraban aparejados para negarlo con el temor que todos tenían. Pero dijeron que si él buscaba el reposo de la gente, y si quería guardar y conservar la ciudad bajo del Imperio romano, debía antes dar perdón a tan pocos que lo habían ofendido, teniendo mayor cuenta con tantos corno estaban sin culpa, que no perturbar y poner en revuelta tantos buenos como había, por dar castigo a muy pocos malos.
Respondió él a esto muy indignado y airado, mandando a sus soldados que robasen el mercado o plaza adonde las cosas se vendían, que era esto en la parte más alta de la ciudad, y que matasen a cuantos les viniesen al encuentro. Ellos entonces, con la codicia grande que tenían y con la licencia y mandamiento que su señor les había dado, robaron, no sólo el lugar que les era mandado, pero aun saltando por todas las casas de los ciudadanos, matábanlos a todos; y huyendo todos por las estrechuras de las calles, mataban los que podían hallar, sin que hubiese ningún término ni fin en lo que robaban.
Prendiendo también a muchos de los nobles, llevábanlos a Floro, a los cuales, después de haberlos mandado cruelmente azotar, mandábalos ahorcar. Mataron aquel día, entre mujeres y niños con los demás, porque no perdonaron aún a los niños de teta, seiscientos treinta.
Hacía más grave esta destrucción la novedad que los romanos usaban: porque osó Floro lo que hombre ninguno antes había hecho, azotar los nobles y caballeros en su mismo Tribunal, y después los ahorcó; y aunque éstos eran de su natural judíos, todavía la honra y dignidad de ellos era romana.
Capítulo XV
De otra matanza y destrucción hecha en Jerusalén.
En este mismo tiempo el rey Agripa había pasado a Alejandría, por visitar, como huésped, a Alejandro, enviado por Nerón por procurador y regidor de todo Egipto. Pero su hermana Berenice, que estaba entonces en Jerusalén, viendo la maldad que los soldados usaban con los judíos, recibió por ello gran pena y gran tristeza; y enviando muchas veces los capitanes de su caballería, y algunas otras las guardas de su propia persona, suplicaba a Floro que cesase y dejase de hacer tan grandes matanzas.
No teniendo cuenta Floro, con la muchedumbre de los muertos, y no haciendo caso de cuanto la reina le rogaba, ni de su nobleza, y teniendo sólo ojo a su ganancia, que se acrecentaba con los robos que hacían, menosprecióla; y sus soldados también osaron atreverse contra la reina: porque no sólo mataban a los que le venían al encuentro, pero a ella misma, si no se recogiera en su palacio, la hubieran muerto.
Allí pasó toda la noche sin dormir, puesta muy en orden su guarda, temiéndose le diesen asalto los soldados. Había ella venido por hacer oración a Dios y cumplir sus votos a Jerusalén: porque todos los que caen en enfermedad, o en otras necesidades, tienen por costumbre estar treinta días en oración antes de hacer algún sacrificio, y abstinencia de beber vino, y raerse la cabeza. Cumpliendo, pues, esta costumbre la reina Berenice, vino con los pies descalzos delante M tribunal de Floro, por suplicarle lo que antes había hecho; y además de que no le hizo alguna honra, estuvo en peligro de perder la vida. Pasaron estas cosas a los dieciséis días del mes de mayo.
Juntándose después, otro día, gran muchedumbre de gente en la plaza que arriba dijimos, quejábase a grandes voces por los que hablan sido muertos, y principalmente de Floro. Temiéndose la gente principal de esto, y los pontífices rompiendo sus vestiduras y tomando a cada uno particularmente, pedíanles que no hablasen tales palabras, por las cuales habían sufrido ya tantos males y daños, rogando a todos que no quisiesen mover a Floro a mayor indignación. Apaciguóse el pueblo de esta manera, tanto por reverencia de los que los rogaban, cuanto por la esperanza que tenían que Floro no volvería otra vez su crueldad contra ellos.
Pesaba mucho a Floro ver el pueblo apaciguado, y deseando otra vez moverlos en revuelta, mandó que viniesen delante de él los pontífices y toda la nobleza, y les dijo que para hacer que no tuviesen ya más revueltas y novedades, solamente veía un remedio, y era que saliese el pueblo a recibir los soldados que venían de Cesárea, que eran hasta dos capitanías o compañías de gente; y habiéndose juntado el pueblo para esto, mandó a los centuriones o capitanes de ellos, que no saludasen a los judíos cuando les saliesen al encuentro, y que si sintiendo esto hablaban algo atrevidamente, diesen todos en ellos.
Juntando, pues, el pueblo en el templo, los pontífices rogaban a todos que saliesen a recibir a los romanos y que hiciesen su salutación a las compañías que venían, antes que les sucediese algún mayor daño. Los escandalosos y gente amiga de revueltas no querían obedecer a estos ruegos y amonestaciones; y todos los demás, por el gran dolor que tenían de ver tantas muertes como había malamente cometido, tampoco les querían obedecer, antes se juntaban con los que estaban aparejados para revolverlos. Entonces, viendo esto los sacerdotes y levitas, sacaron todos los ornamentos del templo y todos los vasos sagrados: salieron también todos los músicos, cantores y órganos, y echábanse delante del pueblo, rogándoles encarecidamente que concediesen aquello por guardar la honra del templo y por no mover con injurias a que los romanos les robasen el templo y las cosas sagradas.
Era cosa de ver los príncipes de los sacerdotes con las cabezas llenas de ceniza, y rotas las vestiduras de sus pechos, mostrarlos desnudos, moviendo a todos los nobles, nombrando a cada uno por su nombre; y otra vez a todo el pueblo juntamente, rogando que no quisiesen, por un pecado pequeño, entregar su patria a gentes que tanto deseaban robarlos y darles saco; porque, ¿qué provecho podían sacar los soldados de que los judíos los saludasen, o qué corrección podían dar a todo lo que había acontecido, si al presente no se refrenaban y detenían su fuerza?
Mas si, al contrario, recibían solemnemente a los soldados que venían, quitaban a Floro toda ocasion de batalla y de revueltas, y ellos salvaban su patria; y además de esto, excusaban verse en peligro que no experimentasen y sufriesen algo que les fuese peor. Decían más: que si tanta muchedumbre se juntaba con tan pocos revolvedores, debía ser esto más para darles consejo de paz, que no de mayor revuelta y escándalo.
Doblegando con estas amonestaciones y consejos la muchedumbre, amansaron también a los revolvedores, a unos con amenazas, a otros con su autoridad y reverencia; y salieron ellos primero, siguiéndoles después todo el pueblo al encuentro y a recibir los soldados que venían. Acercándose unos a otros, los judíos los saludaron; y no respondiendo algo los soldados, los judíos revolvedores comenzaron a decir a voces que todo aquello se hacía por consejo de Floro. Oyendo esto los soldados, prendiéronlos y comenzaron a apalearlos; y persiguiendo a los que huían, matábanlos bajo los pies de los caballos. En esta persecución morían muchos heridos por los romanos, y muchos más bajo los pies, cuando caían huyendo: y en las puertas se hizo muy grave daño, adonde muchos se ahogaron; deseando los unos pasar primero que los otros, deteníanse mucho más, y la muerte de los que caían era muy difícil y penosa, porque morían ahogados y pisados de todos, y ninguno podía quedar conocido Por sus parientes, para que después pudiese ser sepultado. Hacíanles también fuerza los soldados sin alguna templanza, matando a cuantos podían haber; y por la calle o entrada llamada Bezetha, oprimían la muchedumbre de la gente por apoderarse de la torre Antonia y del templo.
Alcanzándolos Floro, sacó del palacio la gente que con él estaba y trabajaba por pasarse a la torre. Pero fue burlada su fuerza, porque ensañándose el pueblo contra ellos, subíanse por las techumbres de las casas, y de lo alto, a pedradas, mataban a los romanos; y siendo vencidos por la muchedumbre de saetas que de allá arriba les tiraban, ni pudiendo defenderse de la muchedumbre que procuraba pasar por aquellas entradas muy estrechas, recogiéronse al otro ejército que estaba en el palacio.
Pero temiendo los revolvedores que sobreviniendo Floro les entrase en el templo y tomase posesión de él, subiéronse al templo por la torre Antonia y cortaron y derribaron los portales por donde se juntaba el templo con la torre, por refrenar, ya desesperados, la grande avaricia de Floro: porque teniendo codicia y gran deseo de los tesoros sagrados, no trabajase de pasar por la torre Antonia por sólo haberlos.
Viendo cortados y derribados los medios que había para ello, perdió el ímpetu que traía y quísose reposar, y convocando todos los principales de los sacerdotes y toda la Corte dijo que él se salía de la ciudad; pero que dejaba en ella guarnición de gente, tanta cuanta ellos mismos quisiesen. Respondiendo ellos a esto que ninguna novedad habría ni menoe se levantaría algo si solamente dejaba una compañía, con tal que no fuese aquella que poco antes habla peleado y tenidc revuelta con los ciudadanos, porque el pueblo estaba enojado y muy sentido de lo que de ellos habían todos sufrido; y mudándoles la compañía según le rogaban, volvióse a Cesárea con todo el otro ejército.
Capítulo XVI
De lo que hizo el tribuno Policiano, y del razonamiento que Agripa hizo a los judíos, aconsejándoles que obedeciesen a los romanos.
Inventando otro consejo nuevo para moverlos a guerra, acusólos delante de Cestio, diciendo cómo se habían querido rebelar; y mintiendo desvergonzadamente, dijo haber sido ellos la causa de todo lo que habían padecido.
No callaron los príncipes de Jerusalén lo que había pasado; antes ellos, juntamente con Berenice, vinieron a contar y hacer saber a Cestio todo cuanto Floro había hecho en la ciudad injusta e inicuamente. Tomando él las cartas de ambas partes, aconsejábase con sus príncipes sobre lo que le convenía hacer: algunos eran de parecer que Cestio debía venir con su ejército a Judea a vengarse y castigar la rebelión, si había pasado como se contaba, o asegurar más a los judíos y vecinos naturales de aquel reino; pero a él le pareció y agradó más enviar delante a uno de los principales de los suyos, que le pudiese traer certidumbre de los negocios y consejos de los judíos. Para esto envió un tribuno llamado Policiano, el cual, viniendo a encontrarse cerca de Pamnia con Agripa, que volvía de Alejandría, descubrióle a dónde iba, y también la causa por qué era enviado.
Habían trabajado Por hallarse con ellos los pontífices de los judíos y toda la nobleza y gente de su corte, haciendo su acatarniento, por renovar los oficios reales. Después que lo hubieron recibido con la honra y benignidad que les fué posibles quejáronse de las injurias que les habían sido hechas, con tantas lágrimas cuantas pudieron, y contáronle la crueldad que había Floro usado con ellos. Aunque la reprendió Agripa, todavía convirtió sus quejas contra los judíos, de quienes él tenía muy gran compasión y piedad, con intención de enfrenarlos y apaciguarlos, porque haciéndoles entender que no habían padecido alguna injuria, perdiesen la voluntad y deseo que tenían de venganza.
Viendo esto todos los buenos y los que por conservar sus bienes y posesiones deseaban la paz y reposo común, entendían claramente que la reprensión del rey estaba llena de toda clemencia. El pueblo de Jerusalén salió sesenta estadios, que son cerca de siete millas, afuera, por recibir a Agripa y a Policiano y hacer en ello su deber; pero las mujeres lamentaban con grandes llantos las muertes de sus maridos; y como las oyese todo el otro pueblo, comenzó también a llorar, suplicando a Agripa que tuviese misericordia y compasión en aconsejar a toda aquella gente; decían también a voces a Policiano que entrase dentro de la ciudad, y que viese lo que Floro había hecho. Así le mostraron todo el mercado despoblado de gente, destruídas las casas; y después, por medio de Agripa, persuadieron a Policiano que él con un solo criado rodease toda la ciudad hasta Siloa, hasta que conociese y viese claramente con sus ojos, que los judíos obedecían a todos los otros romanos, y que sólo a Floro contradecían, por la gran crueldad que contra ellos había usado.
Habiendo, pues, él rodeado la ciudad y teniendo harto manifiesta señal y experiencia de la mansedumbre del pueblo, subió al templo, adonde quiso que la muchedumbre del pueblo fuese llamada, y loando muy largamente la fidelidad de ellos para con los romanos, habiendo hecho muchas amones taciones para que todos trabajasen en conservar la paz, adoró a Dios y sus cosas santas; pero no pasó del lugar que la religión de los judíos le permitía, y acabado todo esto volviáse a Cestio.
El pueblo de los judíos, convirtiendo sus llantos al rey y a los pontífices, suplicaba que se enviasen embajadores a Nerón sobre las cosas que Floro había hecho, por que no diesen ocasión de sospechar haber querido ellos hacer alguna traición, si por ventura callaban tan gran matanza como habla sido hecha; y parecíales que ciertamente mostraran haber sido Floro la causa y el comienzo de todo lo hecho; y érale manifiesto ciertamente que el pueblo no se reposara, si alguno quisiera impedir o prohibirles que no enviasen esta embajada.
Pareciale a Agripa que movería envidia contra sí, si él ordenaba embajadores que fuesen a acusar delante de César a Floro; y por otra parte vela no serle cosa conveniente menospreciar a los judíos, que estaban ya movidos para hacer guerra; por tanto, convocó el pueblo en un ancho portal, y poniendo en lo alto a su hermana Berenice en la casa de los Asamoneos, porque venia ésta a dar encima de aquel portal, contra la parte más alta de la ciudad, porque el templo se juntaba con este portal con un puente que había en medio, Hízoles este razonamiento:
«No me hubiera atrevido a parecer delante de vosotros, y mucho menos aconsejaros lo necesario, si viera que estabais todos prontos y con voluntad de hacer guerra a los romanos, y que la parte mayor y mejor de todo el pueblo, no desease guardar y conservar la paz, porque de balde y superfluo pienso yo que es tratar delante del pueblo de las cosas provechosas, cuando la intención, el ánimo y el consentimiento de todos es aparejado e inclinado a seguir la peor parte; pero porque la edad hace algunos de los que estáis presentes ignorantes y sin experiencia de los males de la guerra, a otros la esperanza mal considerada de la libertad, algunos se inflaman y encienden con la avaricia, pensando que cuando todo esté confuso, con la revuelta y confusión se han de aprovechar y enriquecer, me pareció cosa muy necesaria mostraros a todos juntamente lo que me parece seros conveniente y provechoso, a fin de que los que con tal error están, se corrijan y desengañen, y por consejos malos de pocos, no perezcan también los buenos; por tanto, ruego no me sea alguno impedimento ni estorbo en lo que diré, aunque no oiga lo que su avaricia pide y desea, y los que están movidos con ánimo de rebelarse, sin que haya esperanza de poder ser revocados a otro parecer, muy bien podrán permanecer, después de mi habla y consejo, en su determinación y voluntad; pero si todos juntamente no me conceden licencia y silencio para hablar, serán causa que no me puedan oír aquellos que tanto lo desean.
"Sabido tengo haber muchos que encarecen las injurias recibidas por los gobernadores de las provincias, y levantan trágicamente con loores la libertad. Antes que yo me ponga a mirar y descubriros quiénes seáis y cuáles vosotros, y quiénes aquellos contra los cuales presumís de emprender guerra, quiero hacer una división de las causas que vosotros pensáis estar muy juntas, porque si pretendéis vengaros de los que os han injuriado, ¿qué necesidad hay de ensalzar con tan grandes loores la libertad? Y si os parece que el estar sujetos es cosa indigna que se sufra, de balde juzgo que es quejaros de los regidores, porque por muy moderados que sean con vosotros, no será por esto menos torpe y feo estar en servidumbre. Pues considerad ahora cada cosa particularmente, y conoced cuán pequeña causa y ocasión tengáis para moveros a guerra. Considerad primero los errores y faltas de los regidores: debéis saber que los poderosos han de ser honrados y no tentados con riñas e injurias; mas si queréis pesar tantos pecados tan pequeños, movéis ciertamente contra vosotros aquellos a quienes injuriáis, de tal manera, que los que antes secreta y escondidamente y con vergüenza os dañaban, son después movidos a robaros y dañaros pública y seguramente.
"No hay cosa que tanto detenga y reprima las aflicciones, corno es la paciencia y quietud de aquellos a los cuales es hecho el daño, y tanto avergüence y ponga en confusión a los que de él suelen ser causa; pues poned por caso que los enviados por regidores a las provincias son muy molestos y muy enojosos; no por eso debéis echar la culpa a los romanos, y decir que ellos os injurian, ni a César tampoco, contra quien queréis ahora mover guerra. No debéis creer que por su mandato sea malo alguno de los que os envía por gobernadores, ni pueden ver los que están en Occidente lo que se hace en Oriente, ni aun tampoco allá se puede oír ni saber fácilmente lo que por acá se trata; y así seria una cosa muy importuna moverse con pequeña causa contra tan grandes señores, pues ellos no saben las cosas de que nos quejamos.
"De los daños que nos han sido hechos, fácilmente tendremos enmienda y corrección, porque no tendrá siempre este Floro la administración de esta provincia, antes es cosa creíble que los que le sucederán serán más modestos y mejor regidos; mas la guerra, si una vez es comenzada, no es tan fácil dejarla ni tampoco sostenerla. Los que son tan sedientos de la libertad, debieran primero trabajar y proveer en guardarla y conservarla, porque la novedad de verse en servidumbre suele ser muy importuna y molesta, y por no venir a ella parece ser justa cosa emprender la guerra; pero aquel que ya una vez está sujetado y después falta, más parece, cierto, esclavo rebelde y contumaz, que no amador de libertad. Por esto se debió hacer todo lo posible por que no fueran recibidos los romanos, cuando Pompeyo comenzó a entrar en este reino y provincia.
"Nuestros antepasados y sus reyes, siendo en dineros, cuerpos y ánimos, mucho más poderosos y valerosos que vosotros, no pudieron resistir a una pequeña parte del poder y fuerza de los romanos; y vosotros, que habéis recibido esta obediencia y sujeción, casi como herencia, y sois en todas las cosas menores y para menos que fueron los que primero les obedecieron, ¿pensáis poder resistir contra todo el imperio romano?
'Tos atenienses, que por la libertad de la gente griega dieron en otro tiempo fuego a su propia patria, y persiguieron muy gloriosamente, cerca de Salamina la pequeña, a Jerjes, rey soberbísimo, huyendo con una nao, el cual por las tierras navegaba, y caminaba por los mares, cuya flota y armada a gran pena cabía en la anchura de la mar, y tenía un ejército mayor que toda Europa; los atenienses, que resistieron a tantas riquezas de Asia, ahora sirven a los romanos y les son sujetos, y aquella real ciudad de Grecia es ahora administrada por regidores romanos. Los lacedemonios también, después de tantas victorias habidas en Termópila y Platea, y después de haber Agesilao descubierto y señoreado toda el Asia, honran y reconocen a los romanos por señores. Los macedonios, que aun les parece tener delante a Filipo y a Alejandro, prometiéndoles el imperio de todo el mundo, sufren la gran mudanza de las cosas y adoran ahora aquéllos, a los cuales la fortuna se pasó y tanto favorece.
"Otras muchas gentes hay que, siendo mucho mayores y confiadas en mayor fuerza para conservar su libertad, las vemos todavía ahora reconocer y se sujetan en todo a los romanos; ¿y vosotros solos os afrentáis y no queréis estar sujetos a los romanos, cuya potencia veis cuánto domina? ¿En qué ejércitos o en qué armas os confiáis? ¿A dónde tenéis la flota y armada que pueda discurrir por el mar de los romanos? ¿A dónde están los tesoros que puedan bastar para tan grandes gastos? ¿Por ventura pensáis que movéis guerras contra los árabes o egipcios? ¿No consideráis la potencia del imperio romano? ¿No miráis para cuán poco basta vuestra fuerza? ¿No sabéis que muchas veces vuestros propios vecinos os han vencido y preso en vuestra ciudad?
"Mas la virtud y poder invencible de los romanos pasa por todo el mundo, y aun algo más han buscado de lo contenido en este mundo, porque no les basta a la parte del Oriente tener todo el Eufrates, ni a la de Septentrión el Istro o Danubio, ni les faltan por escudriñar los desiertos de Libia hacia el Mediodía, ni Gades al Occidente; mas aun además del océano buscaron otro mundo y vinieron hasta las Bretañas, que es Inglaterra, tierras antes no descubiertas ni conocidas, y allá pasaron su ejército. Pues qué, ¿sois vosotros más ricos que los galos, más fuertes que los germanos y más prudentes y sabios que los griegos? ¿Sois por ventura más que todos los del mundo? ¿Pues qué confianza os levanta contra los romanos?
»Responderá alguno, diciendo que servir es cosa muy molesta y enojosa. ¿Cuánto más molesto será esto a los griegos, que parecían tener ventaja en nobleza a todos los del universo y y poco ha que eran señores de una provincia tan grande y tan ancha, que ahora obedecen y están sujetos a seis varas que se suelen traer delante de los cónsules romanos? A otras tantas obedecen los macedonios, los cuales, por cierto más justamente que vosotros, podrían defender su libertad. ¿Pues qué diremos de quinientas ciudades que hay en el Asia? ¿Por ventura no obedecen todas a un gobernador sin gente alguna de guarnición, y están sujetos todos a una vara del cónsul romano? ¿Pues para qué me alargaré en contar y hacer mención de los heniochos, de los colchos y de los que viven en el monte Tauro? Y los bosforanos, las naciones que habitan en la costa del mar del Ponto y las gentes meóticas, las cuales en otro tiempo ningún señor conocían aunque fuese natural, y ahora están sujetos a tres mil soldados, y cuarenta galeras guardan pacifica la mar que no solía ser antes navegable. Pues, cuán grande y cuán poderosa era Bitinia y Capadocia, y la gente de Panfilia, la de Lidia y la de Cilicia. ¿Cuántas cosas podrían todas hacer por su libertad? Ahora las vemos que pagan sus tributos todas, sin que fuerza de armas les obligue a ello.
»Pues ¿y los de Tracia? Estos poseen una provincia que apenas se puede andar la anchura en cinco días, y en siete lo que tiene de largo; tierra más áspera y fuerte que la vuestra, la cual detiene los que allá pasan con el hielo tan grande; ahora obedecen a los romanos con dos mil hombres que hay allá de guarnición. Después de éstos, los de Dalmacia y los ¡líricos, que viven junto al Istro, también están sujetos con solas dos compañías de soldados que están allá, con las cuales se defienden de los de Dacia: pues los mismos de Dalmacia, que trabajaron tanto por guardar y conservar su libertad siendo muchas veces presos, se rebelaron una vez con muy gran furia, y ahora viven reposados en sujeción de una legión de romanos.
»Pero sí algunos había que tuviesen causas y razones para moverse a defender su libertad, eran los galos, por estar naturalmente proveídos de tantos amparos y defensas, porque por la parte del Oriente tienen los Alpes, por la de Septentrión tienen el rio Rhin, por la del Mediodía los montes Pirineos, y por la parte occidental el ancho Océano; pero con toda esta defensa, y siendo tan populosa, que tiene trescientas quince naciones diversas en si, y siendo tan abundosa de fuentes que casi la riegan toda, lo cual es gran felicidad doméstica, todavía están sujetos a los romanos y les pagan pechos, y tienen puesta toda su dicha y prosperidad en la de los romanos, no por flojedad de ánimos ni por falta de nobleza de linaje, pues han peleado y hecho guerra por la libertad más de ochenta años; pero maravillados de la fuerza de esta gente y de la fortuna y prosperidad de los romanos, los han temido, porque con ella han muchas veces alcanzado mucho más que no con las guerras, y. finalmente, están sujetos a mil doscientos soldados, teniendo casi mayor número de ciudades.
»Ni a los iberos pudo bastar el oro que les nace en los ni las guerras que hacían por su libertad, ni les en tan apartada de Roma por tierra y por mar, como eran los lusitanos y belicosos cántabros, ni la vecindad del mar Océano, que aun a los que moran cerca de él es terrible y espantoso con sus bramidos; los romanos pusieron a todos en su sujeción, alargando las armas y extendiendo su poder más allá de las columnas de Hércules: pasaron cual nubes por las alturas de los Piríneos, los cuales sujetaron a su imperio. Y de esta manera a gente tan belicosa y tan apartada, según arriba dijimos, les basta ahora una legión para tenerlos domados.
»¿Quién de vosotros no ha oído hablar de la muchedumbre de los germanos? La fortaleza y grandor de sus cuerpos, según pienso, todos la habéis visto muchas veces, porque los romanos los tienen en todas partes cautivos, los cuales poseen unas regiones tan espaciosas y grandes, y tienen mayores ánimos que los cuerpos, y no temen la muerte, y son más vehementes en la ira e indignación que las bestias fieras; todavía tienen ahora el Rhin por término, y son domados por ocho legiones de romanos; y los que están presos y sirven como esclavos, y toda la otra gente pone su salud en la huida y no en las armas. Considerad, pues, también ahora los muros de los britanos, vosotros que tanto confiáis en los de Jerusalén. Aquéllos están rodeados con el océano, y su tierra es casi tan grande como la nuestra; y los romanos con sus navegaciones los han sujetado, y cuatro legiones de gente romana guardan y tienen en paz una isla de tanta grandeza.
»Pero ¿qué necesidad hay de más palabras, pues vemos que los partos, gente tan belicosa y que mandaba antes a tantos pueblos, abundosos de tantas riquezas, envían ahora rehenes a los romanos, y vemos que toda la principal nobleza del oriente sirve ahora en Italia con nombre y muestras de paz?
»Pues que todos los que viven debajo del cielo temen y honran las armas de los romanos, ¿queréis vosotros solos hacerles guerra? ¿No consideraréis el fin que han tenido los cartagineses, los cuales, glori5ndose con aquel gran Aníbal, y descendiendo ellos de la generación y cepa de los de Fenicia, fueron todos vencidos y derribados por Escipión?
»Ni los cireneos descendiendo de Lacedemón; ni los marmaridas, cuyo poder se ensanchaba hasta aquellos desiertos solos y secos; ni los terribles y valerosos sirtas, los nasamones y mauros, ni la muchedumbre del pueblo de Numidia impidieron ni estorbaron el poder y virtud de los romanos.
»Mas la tercera parte del mundo, en la cual hay tantas naciones que no se podrían ligeramente contar, porque desde el mar Atlántico y las columnas de Hércules hasta el mar Bermejo, en diversos lugares hay infinito número de etíopes, todavía la tomaron toda por armas; y además del trigo y provisión que cada año envían a los romanos, pagan también otro tributo, y sirven de voluntad con otros gastos al imperio: no tienen por cosa de afrenta hacer cuanto la es mandado, como vosotros, y no hay con todos ellos más de una legión romana.
»Pero ¿qué necesidad hay de tomar ejemplos tan de lejos para declarar la potencia de los romanos? Podéisla ver y conocer claramente con ejemplo de Egipto vecina vuestra, porque alargándose esta tierra hasta la Etiopía y hasta la fértil y feliz Arabia, y siendo también cercana a la India, pues confina con ella, teniendo setecientos cincuenta millones de gentes, sin el pueblo de Alejandría, paga muy de voluntad sus tributos, la cantidad de los cuales fácilmente se puede estimar por el número de la gente; y no se afrentan ni se tienen por indignos de estar sujetos al imperio romano, aunque sea incitada a rebelión de Alejandría, abundosa de gentes y riquezas, y no menor en grandeza, porque tiene de largo treinta estadios, y de ancho no menos de diez; paga mes que pagáis vosotros cada año, y además del dinero provee de pan a los romanos por espacio de cuatro meses. Está fortalecida por todas partes, o de desierto nunca andado, o de mar adonde no se puede tomar puerto, o de ríos y lagunas; mas ninguna cosa de éstas fue tan fuerte como a fortuna de los romanos, porque dos legiones que quedan en la ciudad refrenan a Egipto y a toda la nobleza de Macedonia.
»¿Pues a quiénes tomaréis por compañeros para la guerra? Todos los que viven en el mundo habitable son romanos, o a ellos sujetos, si no es que alguno de vosotros extienda sus esperanzas más allá del Eufrates, y piense que la gente de los adiabenos, por ser de su parentesco, le ha de venir a ayudar. Mas éstos no querrán por una cosa sin razón envolverse en una guerra tan grande; y aunque quisiesen hacer cosa tan afrentosa, no se lo consentirían los partos, porque cuidan de guardar la amistad que tienen con los romanos, y pensarán ser rota la confederación si alguno de los que están sujetos a su imperio y mando intentaba guerra contra los romanos. Pues no hay otra ayuda ni socorro sino el de Dios; mas a éste también le tienen los romanos, porque sin ayuda particular suya, imposible sería que ‑imperio tal y tan grande permaneciese y se conservase.
"Considerad también cuán difícil cosa será en la guerra guardar bien vuestra religión, a que tanta afición tenéis, aunque tuvieseis guerra con hombres de mucho menos poder que vosotros, y que traspasándola ofendéis a Dios, pensando que por ella os ha de ayudar; porque si queréis, según la costumbre, guardar los sábados sin daros a alguna obra, seréis fácilmente presos. Así lo han experimentado vuestros antepasados cuando Pompeyo trabajó por pelear principalmente en estos días, en los cuales los que eran acometidos estaban en reposo. Y si en la guerra quebrantáis la ley de vuestra patria, no sé por qué peleáis por lo que resta. Vuestro intento ahora no es más que hacer que no sean quebrantadas las leyes de vuestra patria. ¿De qué manera, pues, osaréis llamar e invocar a Dios que os ayude, si violáis de vuestra voluntad la honra que todos le debéis tan debidamente? Todos los que emprenden hacer guerra o confían en el socorro y ayuda de Dios, o en el poder y fuerzas humanas, cuando ambas cosas para acabar les faltan, los que quieren pelear, sin duda van a caer en manifiesto cautiverio por su propia voluntad. ¿Pues quién os vedará que no despedacéis vuestros propios hijos y mujeres con vuestras propias manos, y que no deis fuego y abraséis a vuestra patria tan querida y tan amada?.
»Lo menos que ganaréis, si ponéis por obra tal locura, será la afrenta y daño que suele suceder a los vencidos. Más vale, ¡OH amados amigos míos! y es mejor guardarse de la tempestad que está por venir, entretanto ¡que la nao está en el puerto, que no temblar cuando ya estáis en trabajo en medio de la tempestad; porque los que caen en males sin pensarlos y sin proveerse para ello, parecen dignos algún tanto que de ellos se tenga lástima y compasión; pero los que se echan en peligros manifiestos, dignos son de toda reprensión e injuria. Si ya no piensa por ventura alguno de vosotros que los romanos se atarán a pactos y condiciones peleando, o que se moderarán saliendo vencedores, y que, por dar ejemplo a todas las naciones, no pondrán fuego en esta ciudad sagrada, y darán muerte a toda la generación de los judíos; que quedaréis vivos después de esta guerra, no tendréis algún lugar adonde recogeros: teniendo ya los romanos a todas las naciones y gentes sujetas a su imperio, o teniendo todas las demás miedo muy grande de quedarles sujetas.
»Y no estaréis vosotros solos en peligro, mas también todos los judíos que viven en las otras ciudades, porque no hay pueblo en todo el universo adonde no haya algunos de vuestra gente; los cuales todos, sin duda, si vosotros os rebelarais, por muerte muy cruel serán acabados; y por consejos malos de muy pocos hombres, serán bañadas todas las ciudades con sangre de los judíos. Los que tal hicieren, quedarán excusados, por ser a ello por vuestra falta forzados; y aunque dejaran de ejecutar tal cosa, poneos a considerar cuan impía cosa sea mover guerra contra gente tan benigna.
»Tened, pues, compasión y misericordia; si no la tuviereis de vuestros hijos y mujeres, a lo menos de esta ciudad que se llama la madre de las ciudades de vuestra región. Conservad los muros sagrados y los santos lugares, y guardad para vosotros el templo y Santa sanctorum, porque venciendo los romanos, no dejarán de poner mano en todo esto, pues que no les ha sido agradecido lo que la primera vez les han conservado.
»Yo protesto a todas cuantas cosas tenéis santas y sagradas, y a todos los ángeles de Dios y a la común patria de todos, que no os he dejado de aconsejar todo lo que me pareció seros conveniente. Si vosotros determinarais lo que es justo y razonable, tendréis paz y amistad conmigo; pero si estáis pertinaces en vuestra saña y determináis pasar adelante, sin mí os pondréis a todo peligro.»
Habiendo acabado su razonamiento delante de su propia hermana, que cerca de él estaba, comenzó a llorar, y con sus lágrimas quebrantó y venció gran parte del ímpetu que tenían, y daban voces diciendo que ellos no movían guerra contra los romanos, sino solamente contra Floro, por lo que de él habían padecido.
Respondióles el rey Agripa: "Las obras son tales como si peleaseis contra los romanos; pues no habéis pagado el tributo que debéis a César, y habéis puesto fuego a los portales de la torre Antonia. Cubriréis la causa y sospecha de vuestra rebelión, si los volvéis a rehacer, y si os dais prisa de pagar los tributos, porque esta fortaleza no es de Floro, ni tampoco daréis a él los dineros."
Siguió el pueblo estos consejos y viniendo al templo con el rey y con su hermana Berenice, comenzaron luego a edificar aquellos portales. Y los príncipes y decuriones distribuyéronse por toda la región, y trabajaban en recoger y Juntar el tributo; y así juntaron en breve tiempo cuarenta talentos, porque‑ tanto restaban deber. De esta manera quitó e impidió Agripa la guerra que se aparejaba, y después trabajaba por persuadirles que obedeciesen a Floro hasta tanto que César proveyese de otro gobernador.
Encendióse tanto la ira del pueblo contra el rey por esto, que no pudiendo dejar de decirle muchas injurias, echáronlo luego de la ciudad, y atreviéronse también algunos de los revolvedores y amigos de contiendas a tirarle piedras, viendo el rey el ímpetu tan grande de aquella gente y que era imposible apaciguarlos, quejándose de la injuria que le había sido hecha, envió los príncipes y poderosos de los judíos a Floro, en Cesárea, para que él escogiese de todos ellos quienes quisiese que recogiesen el tributo, y él partióse para su reino.
Capítulo XVII
En el cual se trata cómo comenzaron los judíos a rebelarse contra los romanos.
En este mismo tiempo, juntándose algunos de los que revolvían el pueblo y movían la guerra, entraron con fuerza y secretamente en una fortaleza que se llamaba Masada, y mataron a todos los romanos que hallaron dentro, y pusieron otra guarda de su gente.
En el templo de Jerusalén había un hombre, llamado por nombre Eleazar, hijo del pontífice Ananías, mancebo muy atrevido, capitán en aquel tiempo de los soldados, que persuadió a los que servían en los sacrificios que no recibiesen algún don y ofrenda de hombre nacido que no fuese judío. Esto era ya principio y materia para la guerra de los romanos, porque desecharon el sacrificio al César que se solía ofrecer por el pueblo romano. Y aunque rogaban los pontífices y la otra gente noble que allí estaba que no dejasen aquella buena costumbre que tenían de rogar por los reyes, no quisieron los judíos consentir en ello, confiándose mucho en la muchedumbre del pueblo.
Acrecentábales la voluntad que tenían, ver la fuerza de los que deseaban revueltas y novedades; y tenían también muy gran cuenta con Eleazar, que era en este mismo tiempo príncipe, como hemos dicho.
Juntáronse, pues, todos los poderosos con los pontífices y con los más nobles de los fariseos; y viendo los grandes males que se recrecían para la ciudad, determinaron experimentar los ánimos de los escandalosos y revolvedores; y juntada la muchedumbre del pueblo delante de la puerta que llaman de Cobre (estaba ésta en la parte interior del templo, hacia el Oriente), quejáronse mucho de la materia y loca rebelión, y que movían tan gran guerra contra su patria. Reprendían también la sinrazón que a ella les movía, diciendo que sus antepasados ordenaron su templo con muchos dones y presentes de gentiles, y recibieron dones de los pueblos extranjeros; y que no sólo no hablan prohibido los sacrificios de alguno, porque esto fuera cosa muy impía, mas aun los pusieron por ornamento y honra del templo, a donde se pudiesen ver y conservar hasta el tiempo presente, y que ahora los que querían incitar y mover las armas romanas y hacer guerra contra ellas, les ordenaban nueva religión; y harían que con peligro su ciudad fuera tenida por impía si prohibían que ningún extranjero que no fuese judío pudiese sacrificar en ella, ni permitían llegar a hacer oración.
Y si esta ley se hubiese de guardar contra una persona privada, podríamos acusar ciertamente de inhumanos; pero con esto los romanos son menospreciados y afrentados, y César es tenido y juzgado por hombre profano.
Por tanto, es de temer que los que desechan los sacrificios que se hacen por los romanos, sean prohibidos después de sacrificar por sí mismos; y que sea sacada esta ciudad del lugar y principado que ahora tiene, si no mudaren su propósito y sacrificaren luego, antes que la fama de tan grande atrevimiento se divulgue en presencia de aquellos a quienes la injuria ha sido hecha.
Diciendo estas cosas, poníanles delante los que más y mejor sabían las costumbres de sus padres antiguos, y a los sacerdotes, porque todos contasen de qué manera y cómo hablan recibido sus antepasados los sacrificios y dones de gentes extranjeras.
Mas ninguno de aquellos que deseaban las revueltas y la guerra, quería escuchar ni entender lo que se decía, ni los ministros del altar venían allí, dando ya casi materia para la guerra.
Viendo, pues, toda la nobleza que estaba ya el pueblo tan levantado y tan movido para la guerra, que no podía ya ser en alguna minera con su autoridad refrenado, y que ellos habían de padecer el peligro de las armas romanas primero que el pueblo, trabajaban todo lo posible en disminuir las causas que para ello tenían; y así, enviaron a Floro otros embajadores, de los cuales era el principal Simón, hijo de Ananías, y enviaron otros a Agripa; de éstos eran principales Saulo, Antipas y Costobano, todos parientes muy cercanos del rey.
Rogaban a entrambos muy humildemente que recogiesen sus ejércitos, viniesen contra la ciudad de Jerusalén, y apaciguasen la revuelta, quitando aquellos escándalos tan grandes que se movían, antes que el mal se hiciese insufrible e irremediable. A Floro fue esto corno buena nueva; y queriendo encender más la guerra, no dio respuesta a los embajadores. Mas Agrípa, mirando igualmente por la una y otra parte, a saber los judíos que se rebelaban, y los romanos, contra quienes la guerra se movía, queriendo conservar los judíos debajo del imperio y potencia romana, y queriendo conservar para lo judíos el templo y la patria, sabiendo muy bien que no le convenía a él esta revuelta, envió en ayuda del pueblo tres mil de a caballo de los auranitas, bataneos y traconitas, dándoles por capitán a Darío, y por general a Filipo, hijo de Jachino.
Con la venida de éstos, todos los principales con los sacerdotes y todos los otros que deseaban y procuraban la paz, pusiéronse en la parte más alta de la ciudad, porque la baja y el templo estaban en poder de los sediciosos. Usaban ambas partes de dardos y de hondas, tirando sin cesar; tirábanse muchas saetas continuamente; algunas veces salían algunos con asechanzas y escaramuzaban de muy cerca.
Los revolvedores eran más atrevidos; pero los del rey eran mucho más ejercitados en las cosas de la guerra: tenían estos, muy determinado de ganar el templo y echar de él aquellos que tanto lo profanaban. Los sediciosos y revolvedores que estaban de la parte de Eleazar, pretendían, además de lo que ya poseían, ganar la parte alta de la ciudad y combatirla. Duró la matanza de ambas partes, muy grave, siete días, sin que alguna de ellas perdiese su lugar: Viniendo después aquella festividad que se llama Xilolfonia, en la cual tienen de costumbre todos traer y juntar gran cantidad de leña en el templo, por que no falte jamás la materia para el fuego, el cual conviene que siempre esté ardiendo sin apagarse, no quisieron recibir a sus contrarios en aquella honra y culto, antes los desecharon con gran afrenta, y por medio del pueblo que no estaba armado entraron con ímpetu; muchos de aquellos matadores o sicarios, que así llaman a los ladrones que llevan en los senos los puñales escondidos, aunque hallaban gran resistencia, no dejaron de proseguir lo que habían comenzado; y los del rey fueron vencidos por la muchedumbre Y su osadía, y se retrajeron a la parte más alta de la ciudad, la cual acometieron luego los rebeldes, y pusieron fuego a la casa del pontífice Ananías, y en el palacio de Agripa y de Berenice.
Después de esto dieron también fuego a las arcas a donde estaban todas las escrituras de los deudores y acreedores, por que no quedase algo por donde se pudiesen saber las deudas, por atraer así la muchedumbre de los deudores, y para dar libre poder y facultad a los pobres de levantarse contra los ricos; y huyendo los guardas de las escrituras públicas, echaron fuego a las casas, y quemado lo principal y más fuerte de la ciudad, comenzaron a perseguir a sus enemigos.
Salváronse algunos de los nobles y pontífices, escondiéndose en los albañares y lugares sucios; y algunos, con los del rey, recogiéronse en lo alto del palacio, cerrando con diligencia y cubriendo muy bien las puertas. Entre éstos estaban también el pontífice Ananías y su hermano Exequias, y los que dijimos haber sido enviados a Agripa por embajadores. Contentos entonces con la victoria y con lo que habían quemado y destruido, cesaron.
Otro día después, que eran a los quince de agosto, dieron asalto a la fortaleza Antonia, y habiéndola tenido cercada por espacio de dos días, la tomaron y mataron a cuantos había dentro, y después pusieron fuego a todo. De aquí pasaron luego al palacio, a donde se habían recogido los soldados del rey, y partiendo su campo en cuatro partes, trabajaban en echar a tierra los muros. De los que dentro estaban, ninguno osaba salir a resistirles por la muchedumbre de los enemigos; mas repartiéndose por las fuerzas y torreones, mataban de allí a sus enemigos y derribaban de esta manera muchos de aquellos ladrones.
No cesaban de pelear ni de día ni de noche, porque pensaban los revoltosos constreñir a los que estaban en aquel fuerte a desesperación por falta de mantenimiento, y los del rey creían que los enemigos no hablan de sufrir tanto trabajo.
En este medio había un hombre llamado Manahemo, hijo de aquel Judas Galileo, sofista muy astuto, que antes, siendo Cirenio gobernador, había injuriado y echado en el rostro a los judíos que, después de Dios, eran sujetos a los romanos. Tomándolo consigo algunos de los nobles, caminó a Masada, a dónde estaban todas las armas del rey Herodes, y quebrando las puertas, armó con gran diligencia la gente del pueblo y algunos ladrones con ellos, y volvióse con todos, como con gente de su guarda, a Jerusalén. Haciéndose principal de la revuelta, aparejaba a cercarla y tomarla. Y como tenía falta cavar los muros por los dardos que de arriba los enemigos le echaban, comenzó a cavar de muy lejos un minero hasta llegar debajo de una torre, y pusieron leños muy fuertes que la sostuviesen, y después, poniéndoles fuego, salieron. Quemados los leños, luego la torre cayó; mas luego se vió otro muro edificado por dentro; porque los del rey, sabiendo antes y sintiendo bien lo que los enemigos hacían, y también, por ventura, por el temblar de la tierra, edificaron con diligencia: otro muro. Con esto, los que los combatían y pensaban haber de ser presto vencedores, con ver el muro nuevo quedaron muy espantados y aflojados. Pero los del rey enviaban a suplicar a Manahemo y a los otros príncipes de aquella revuelta que los dejasen salir de allí.
Habiendo acordado y consentido Manahemo esto solamente a los del rey y a los de su religión, partieron luego. A los romanos, porque quedaron solos, faltó el ánimo, porque no tenían igual fuerza para tanta muchedumbre de gente, y rogarles que los dejasen salir, teníanlo por cosa de afrenta, y aun no lo tenían por seguro, aunque les fuese concedido. Dejando, pues, el lugar de abajo que se llama Estratopedon, como que era fácil de tomar, recogiéronse a las torres del palacio, de las cuales la una se llamaba Hípicos, la otra Faselo, y la tercera Mariarnma.
La gente que estaba con Manahemo dió luego en aquellos lugares, de los cuales los soldados habían huido; pasando a cuchillo a cuantos hallaban y robando todo el otro aparejo que hallaron, quemaron todo el Estratopedon. Todo esto fué hecho a los seis del mes de septiembre.
Capítulo XVIIII
De la muerte del Pontífice Ananías, de la de Manahemo y de los soldados romanos.
El día siguiente fue preso el pontífice Ananías, que estaba escondido en los albañales de la casa del rey con su hermano, y ambos fueron muertos por los ladrones; y cercando las torres con diligencia los sediciosos, trabajaban para que ningún soldado pudiese salir de sus manos.
Ensoberbecióse Manahemo con ver destruidas aquellas plazas fuertes y con la muerte del pontífice, de tal manera y con tanta crueldad, que pensando no tener ya en el mundo hombre que se le igualase, era insufrible tirano. Levantáronse entonces dos compañeros de Eleazar y hablaron entre sí de que a los que se habían rebelado contra los romanos por guardar su libertad, no convenía darla a un hombre privado y sufrirlo por señor, el cual, aunque no les hacía fuerza, era más bajo que ellos, y si era menester que uno fuese el superior de todos, que a cualquier otro convenía más que a Manahemo. Habiendo acordado esto, arremeten contra él en el templo, a donde habla venido con muy gran fausto por hacer su oración, vestido como rey, acompañado de todos sus parciales muy armados. Y corno los que estaban con Eleazar se volvían contra él, arrebató todo el otro pueblo piedras y apedrearon al sofista, pensando que, después de muerto, se apaciguaría toda aquella revuelta. Trabajaban en resistirles algún tanto los de su guarda, pero cuando vieron venir contra sí tan gran muchedumbre de gente, cada uno huyó por donde pudo. Así, mataban a cuantos podían hallar, y buscaban también a cuantos se escondían; algunos huyeron a Masada, con los cuales fue Eleazar, hijo de Jayro, muy cercano de Manahemo en linaje, el cual también después fue tirano en Masada. Habiendo Manahemo huido hacia un lugar que se llama Ophias, escondióse allí secretamente; prendiéronlo y sacáronlo a lugar público, y con muchos géneros de tormento lo mataron. Mataron también toda la gente principal de m parte y que vivía con él, y al principal favorecedor de su tiranía, llamado por nombre Absalomón.
Ayudó en esto, como arriba dije, el pueblo, creyendo que había de ser aquello para corrección de aquellas revueltas. Pero éstos no mataron a Manahemo por refrenar con su muerte la guerra, antes por tener mayor licencia y facultad para ella. Y cuanto más el pueblo les rogase que dejasen de hacer fuerza a los soldados, tanto más se hacían en ello más pertinaces, hasta que no pudiendo ya resistirles más, Metelio, capitán de los romanos, y los demás, enviaron a suplicar a Eleazar que les dejase solamente sus vidas y que les tomase las armas y todo lo que tenían, pues de voluntad lo querían entregar.
Aceptando el concierto, volviéronles a enviar luego, a la hora, a Gorión, hijo de Nicodemus, y a Ananías Saduceo, y a Judas, hijo de Jonatás, para que les diesen las manos y jurasen que lo harían. Hechas estas cosas, salió Metelio con sus soldados, y mientras los romanos tuvieron las armas, ninguno hubo de los malos y revolvedores que moviese contra ellos algún engaño; pero después que dejaron sus espadas y escudos, y todas las armas, según hablan prometido, y se iban sin más pensar en algo, los de la guarda de Eleazar arremetieron contra ellos y mataban a cuantos prendían sin que les resistiesen ni suplicasen por sus vidas, dando gritos solamente que a dónde estaban los juramentos y palabras que les habían hecho y prometido.
Fueron, pues, éstos muertos cruelmente, excepto Metelio, al cual solo perdonaron y. dejaron en vida por muchos ruegos que hizo, prometiendo que se circuncidarla y viviría como judío.
Poco fué el daño que los romanos recibieron, porque de los ejércitos grandes que había, pocos fueron los muertos; Pero parecía ser esto principio de la cautividad de los judíos. Viendo ser ya grandes las causas de la guerra, y que la ciudad estaba ya llena de grandes maldades, que no podía tardar la venganza divina, aunque no temieran la de los romanos, lloraban todos públicamente, y la ciudad estaba muy triste y acongojada. Los que querían la paz y reposo de todos estaban perturbados y muy amedrentados, pensando que habían de pagar justos por pecadores; porque habían sido hechas y cometidas aquellas muertes en día de sábado, en el cual día, por su religión, suelen cesar todos, no sólo de lo que no les es licito, pero de las obras también buenas y santas.
Capítulo XIX
Del estrago y matanza grande de los judíos, hecho en Cesárea y en toda Siria.
Al mismo día y a la misma hora los de Cesárea mataron, como por cierta divina providencia, a cuantos judíos allí vivían, de manera que murieron en un mismo tiempo más de veinte mil hombres y quedó vacía de todos los judíos la ciudad de Cesárea; porque aun aquellos que hablan huido, fueron presos por Floro, y todos muertos en la plaza donde suelen esgrimir.
Después de esta matanza la gente se volvió más fiera, y esparciéndose los judíos, destruyeron muchos lugares y muchas ciudades, de las cuales fueron Filadelfia, Gebonitis, Gerasa, Pela y Escitépolis. Entráronse después por Gadara y Filipón destruyendo los unos y quemando los otros: pasaron por Cedasa de los Tirios, por Ptolemaida y por Gaba y veníanse derechor, a Cesárea.
No pudo resistirles ni Sebaste ni Ascalón; pero habiendo destruido y quemado todas éstas, derribaron también a Gaza y la ciudad de Anthedón.
Hacíanse grandes robos en los fines y términos de estas ciudades, tanto en los lugares y aldeas como en los campos, y se hacía matanza en los varones que se tomaban presos.
No hicieron menor daño en los judíos los siros, pues tomaron presos los que moraban en las ciudades, y los mataban: y esto no sólo por la ira y odio antiguo que contra ellos tenían, pero también por evitar y guardarse del peligro que parecía estar ya muy cerca. Estaba, pues, toda Siria muy revuelta, y cada ciudad dividida en parcialidades; la salud de entrambas era trabajar en adelantarse y anticiparse en dar la muerte a la parte contraria: los días se gastaban en derramar sangre de hombres, y el temor hacía las noches muy molestas; porque aunque echaban a los judíos, todavía eran forzados a tener sospecha de otra mucha gente que judaizaba; y por parecerles esto dudoso, no les parecía cordura matarlos tan temerariamente y sin razón. Por otra parte, viéndolos tan mezclados en su religión, eran forzados a temerles como si fuera gente extraña.
La avaricia movía a muchos, que antes eran modestos, a dar muerte a sus contrarios; y aun a aquellos que antes se habían mostrado muy amigos, porque robaban toda la hacienda de los muertos; y como vencedores, traspasaron el robo de los que habían muerto en otras casas. Tenían por más valeroso aquel que más robaba, como que más gente matara y venciera con sus fuerzas y virtud.
Era lástima de ver todas las ciudades llenas de cuerpos muertos, sin que fuesen sepultados; ver derribados los cuerpos de los hombres, así viejos como mancebos, niños y muchas mujeres también, con los cuerpos y vergüenzas todas descubiertas. Estaba toda la provincia llena de muchas adversidades y destrucciones, y temían mayores males y daños que hasta ahora habían pasado.
Hasta aquí pelearon los judíos con los extranjeros; mas queriendo saltear los fines de Escitópolis, vinieron a ganar por enemigos los judíos que allí había; porque conjurando con los de Escitópolis, y teniendo en más la utilidad y provecho común que la amistad y deudo que con los judíos tenían, Juntamente con los escitopolistas, peleaban contra ellos. Mas la codicia que éstos tenían de la guerra los hizo sospechosos. Por tanto, temiendo los escitopolistas que se alzasen una noche con la ciudad, y después se excusasen delante de los ciudadanos con grande calamidad suya, mandáronles que si querían tener fidelidad y unanimidad entre sí y mostrar la fe con los extranjeros, que pasasen ellos y todas sus casas al bosque de su ídolo, y haciendo esto, sin tener sospecha, estuvieron los escitopolistas dos días en paz y en reposo. La tercera noche acometen los espías, a los unos desproveídos y a los otros durmiendo, y mataron de pronto a todos cuantos había, los cuales eran en número de trece mil, y después diéronles saqueo y robaron todos cuantos bienes tenían.
Cosa es también digna de contar la muerte de Simón; éste, pues, hijo de cierto Saulo, varón noble, muy señalado por la fortaleza de su cuerpo y osadía de su ánimo; pero sirvióse de entrambas cosas muy a daño de su propia y natural gente, pues mataba cada día muchos judíos que moraban cerca de Escitópolís, y muchas veces había derribado escuadrones enteros: así que él solo era el poder de todo un ejercito.
Pero pagó las muertes de tantos ciudadanos con digna pena; porque como los escitopolistas, rodeados de los judíos, matasen por aquel bosque sagrado a muchos de ellos, Simún estaba allí con las armas en las manos, y no hacía fuerza contra alguno de los enemigos, porque veía claramente que no podía él aprovechar algo contra tantos, antes dijo miserablemente con alta voz: "Merced digna recibo de mis merecimientos, oh escitopolistas, por haber mostrado a vosotros tanta benignidad con la muerte de tantos ciudadanos míos; dignamente nos es infiel la gente extraña, siendo nosotros tan impíos y malos para nuestros ciudadanos. Muero yo aquí corno impío y profano con mis propias manos, porque no conviene ser muerto por manos de enemigos. Morir de esta manera me será pena digna de mi maldad, y honra conveniente a mi virtud, hacer que ninguno de mis enemigos se pueda honrar, ni haber gloria de mi muerte, ni triunfe ni ensoberbezca, por verme en tierra derribado."
Diciendo estas cosas miró a toda su familia con los ojos furiosos y llenos de lástima y compasión: tenía mujer, tenía hijos, y tenía padres y parientes muy viejos. Tomando, pues, primeramente a su padre por los cabellos, y echándose de pies sobre él, le pasó con su espada; después mató a su madre, no contra su voluntad, y después de éstos quitó la vida a sus hijos y mujer, tomando cada uno de éstos de voluntad la Muerte, por no caer en manos de sus enemigos. Habiendo ya muerto a todos los suyos, estando aún encima de los muertos, levantó su mano, así que todos lo pudiesen ver y saber, y pasó la espada por sus propias entrañas, siendo un mancebo ciertamente digno de que se tuviese de él gran lástima por la fuerza de su cuerpo y firmeza de su ánimo; pero por haber sido fiel con la gente extranjera, hubo digna muerte y fin de su vida.
Capítulo XX
De otra muy gran matanza de los judíos.
Sabida la matanza y estrago hecho en Escitópolis, todas las otras ciudades se levantaban contra los judíos que moraban con ellos, y los de Ascalón mataron dos mil quinientos de ellos, y los de Ptolemaida otros dos mil.
Los tirios también prendieron muchos y también mataron a muchos; pero fueron más los presos y puestos en cárceles. Los hipenos y gadarenses mataron a los atrevidos, y los temerosos guardaron con diligencia.
Todas las otras ciudades, según era el temor o el odio y aborrecimiento que contra los judíos tenían, así también se habían con ellos. Sólo los de Antioquia, Sidonia y los apameños no dañaron a los que con ellos vivían, ni mataron ni encarcelaron a judío alguno, menospreciando, por ventura, cuanto podían hacer, porque no eran tantos que les pudiesen mover revuelta alguna, aunque a mí me parece que lo dejaron de hacer movidos más de compasión y de lástima, viendo que no entendían en algún levantamiento ni revuelta.
Los gerasenos tampoco hicieron algún mal a cuantos quisieron quedar allí con ellos, antes acompañaron. hasta sus términos a todos los que quisieron salirse de sus tierras: levantóse en el reino de Agripa otra destrucción contra los judíos, porque él mismo fue a Antioquía para hablar con Cestio Galo, dejando la administración del reino a uno de sus amigos, llamado Varrón, pariente del rey Sohemo.
Vinieron de la región atanea setenta varones, los más nobles y más sabios de toda aquella tierra, por pedirles socorro; por que si se levantaba algo también entre ellos, tuviesen guarda y gente que los defendiese, y para que con ella pudiesen apaciguar toda revuelta.
Enviando Varrón alguna gente de guerra del rey delante, mató a todos en el camino. Esta maldad hizo él sin consejo de Agripa, y movido por su gran avaricia, no dejó de hacer tan impía cosa contra su propia gente; mas corrompió y echó a perder todo el reino, no dejando de ejecutar lo mismo, después que tal hubo comenzado contra los judíos; hasta que inquiriendo y haciendo Agripa pesquisa de todo, no osó castigarlo por ser deudo tan cercano del rey Sohemo; pero quítóle la procuración de todo el reino.
Los sediciosos y amigos de revueltas, tomando la fortaleza que se llama Cipro, cercana a los fines y raya de Hiericunta, mataron a los que allí estaban de guardia y destruyeron toda la fortaleza y munición que allí había.
La muchedumbre de los judíos que estaba en Macherunta, en este mismo tiempo persuadía a los romanos que allí había de guarnición, que dejasen el castillo y lo entregasen a ellos; y temiendo ser forzados a hacer lo que entonces les rogaban, prometieron partir, y tomando la palabra de ellos, entregáronles la fortaleza, la cual comenzaron a poner en buena guarda los macheruntios.
Capítulo XXI
Cómo los judíos que vivían en Alejandría fueron muertos.
En Alejandría siempre había discordia y revuelta entre los naturales y los judíos. Desde aquel tiempo que Alejandro dio a los valientes y esforzados judíos libertad de vivir en Alejandría, por haberle valerosamente ayudado en la guerra que tuvo contra los egipcios, concedióles todas las libertades que tenían los mismos gentiles de Alejandría; conservaban la misma honra con los sucesores de Alejandro, y aun les habían diputado cierta parte de la ciudad, para que allí viviesen y pudiesen tener más limpia conversación entre sí, apartados de la comunicación de los gentiles, y concediéronles que también pudieran llamarse macedonios.
Después, viniendo Egipto a la sujeción de los romanos, ni el primer César, ni otro alguno de los que le sucedieron, quitaron a los judíos lo que Alejandro les había concedido. Estos casi cada día peleaban con los griegos; y como los jueces castigaban a muchos de ambas partes, acrecentábase la discordia y riña entre ellos, y como también en las otras partes estaba todo revuelto.
Se encendió más el alboroto porque, habiendo hecho los de Alejandría ayuntamiento para determinar embajadores que fuesen a Nerón sobre ciertos negocios, muchos judíos vinieron al anfiteatro mezclados entre los griegos. Siendo vistos por sus contrarios, comenzaron a dar luego voces de que los judíos les eran enemigos y venían por espías. Además de esto pusieron las manos en ellos, y todos fueron por la huída dispersados, excepto tres, que arrebataban como si los hubieran de quemar vivos. Por esto quisieron todos los judíos socorrerles, y comenzaron a tirar piedras contra los griegos, y después arrebataron manojos de leña en fuego, y vinieron con ímpetu al anfiteatro, amenazando poner fuego a todo y quemarlos allí vivos; y ejecutaran ciertamente lo que amenazaban, si Alejandro Tiberio, gobernador de la ciudad, no refrenara la ira grande que tenían.
No comenzó éste a amansarlos al principio con armas ni con fuerza; sino poniendo a los más nobles de los judíos por media, amonestábales que no moviesen contra de los soldados romanos. Mas los sediciosos burlábanse del benigno ruego, y aun a veces injuriaban a Tiberio: viendo, pues, éste que ya no se podían apaciguar sin gran calamidad aquellos revolvedores, hizo que dos legiones de los romanos viniesen contra ellos, las cuales estaban en la ciudad, y con ellas cinco mil soldados que por acaso habían venido de Libia para destrucción de los judíos; y mandó que no sólo los matasen, mas que después de muertos los robasen todos y pusiesen fuego a sus casas. Obedeciendo ellos, corrieron contra los judíos en un lugar que se llama Delta, porque allí estaban los judíos todos juntos, y ejecutaban valerosamente lo que les había sido mandado; pero no fué este hecho sin victoria muy sangrienta, porque los judíos se hablan juntado y puesto delante a los que estaban mejor armados, y así resistiéronles algún tiempo; mas siendo una vez forzados a huir, fueron todos muertos. No murieron todos de una manera, porque los unos fueron alcanzados en las calles y en los campos, y los otros cerrados en sus casas y con ellas quemados vivos, robando primero lo que dentro hallaban, sin que los moviese ni refrenase la honra que debían guardar con la vejez de muchos, ni la misericordia a los niños; antes mataban igualmente a todos.
Abundaba de sangre todo aquel lugar, porque fueron hallados cincuenta mil cuerpos muertos, y no quedara rastro de ellos, si no se pusieran a rogar y perdón. Alejandro Tiberio, teniendo de ellos compasión, mandó a los romanos que se fuesen: y los soldados, acostumbrados a obedecer sus mandamientos, luego cesaron; mas la gente y pueblo común de Alejandría apenas podían contenerse en lo que hablan comenzando, por el gran odio que a los judíos tenían, y aun penas se podían apartar de los muertos.
Este, pues, fue el caso de Alejandría.
Capítulo XXII
Del estraga y muertes que Cestio mandó hacer de los judíos.
Pareció a Cestio que no era tiempo de estar quedo, pues que los judíos eran en todas partes aborrecidos y desechados; y así, trayendo consigo la legión duodécima toda entera de Antioquía, y más de dos mil de gente de a pie escogida de las otras, y cuatro escuadras de gente de a caballo, además de ésta el socorro de los reyes, es a saber, de Amtloco dos mil caballos y tres mil de a pie, y todos su flecheros; de Agripa otros tantos de a pie y mil caballos; y siguiendo Sohemo, salió de Ptolemaída acompañado con cuatro mil, de los cuales la tercera parte era de gente de a caballo, y los demás eran flecheros. Muchos de las ciudades se juntaron de socorro, no tan diestros como los soldados, mas lo que la faltaba en el saber, suplían con presteza y odio que tenían contra los judíos. Agripa también venia con Cestio como capitán, para dar consejo, así en todo lo que era necesario, como por donde habían de caminar.
Cestio, sacada consigo una parte del ejército, fue contra la más fuerte ciudad de Galilea, llamada Zabulón de los Varones, la cual aparta a Ptolemaida de los fines y términos de los judíos: y hallándola desamparada de todos sus ciudadanos, porque la muchedumbre se había huido a los montes, pero llena de todas las cosas y riquezas, concedió a sus soldados que las robasen, y mandó quemar la villa toda, aunque se maravilló de ver su gentileza, porque habla casas edificadas de la misma manera que en Sidonia, Tiro y Berito.
Después discurrió por todo el territorio, y robó y destruyó todo cuanto halló en el camino; y quemados todos los lugares que alrededor había, volvióse a Ptolemaida.
Estando aún los siros ocupados en el saqueo, y principalmente los beritios, cobrando algún ánimo y esperanza los judíos, porque ya sabían que había partido Cestio, dieron presto en los que habían quedado, y mataron casi dos mil.
Partiendo Cestio de Ptolemaida, vínose a Cesárea, y envió delante parte de su ejército a Jope, con tal mandamiento que guardasen la villa si la pudiesen ganar, y que si los ciudadanos de allí sentían lo que querían hacer, esperasen hasta que él y la otra gente de guerra llegase. Partiendo, pues, los unos por mar, y los otros por tierra, tomaron por ambas partes fácilmente a Jope, de tal manera, que los que allí vivían, aun no podían ni tenían lugar ni ocasión para huir, cuanto menos para aparejarse a la pelea.
Arremetiendo la gente contra los judíos, matáronlos a todos con sus familias; y habiendo robado la ciudad, diéronle fuego. El número de los muertos llegó a ocho mil cuatrocientos.
De la misma manera envió muchos de a caballo al señorío de Narlatene, que está cerca de los confines de Samaria, los cuales tomaron parte de las fronteras, y mataron gran muchedumbre de los naturales, y robando cuanto tenían, dieron también fuego a todos los lugares.
Capítulo XXIII
De la guerra de Cestio contra Jerusalén.
Envió también a Galilea a Cesennio, Galo por capitán de la legión duodécima, y diále tanta copia de soldados, cuanta pensaba que le bastaría para combatir y vencer toda aquella gente. Recibiólo con gran favor la ciudad más fuerte de Galilea, llamada Séforis; y siguiendo las otras ciudades el prudente consejo de ésta, estaban muy reposadas y sin ruido, y los que se daban a sedición y a latrocinios, recogiéronse en un monte que está en el medio de Galilea, de frente a Séforis, y llámase Asamón.
Galo movió su ejército contra ellos; mas mientras ellos eran los más altos, fácilmente resistían y derribaban a los soldados romanos que subían, matando más de doscientos; mas cuando vieron que ya por un rodeo eran llegados a las alturas del monte, concediéronles la victoria, porque estand9 desarmados no podían pelear, y si quisieran huir no podían dejar de dar en manos de la gente de a caballo, de tal manera, que muy pocos se salvaron, escondidos en aquellos ásperos lugares, y fueron muertos más de dos mil.
Viendo Galo que ninguna novedad buscaban en Galilea, volvió con su ejército a Cesárea.
Vuelto Cestio, fuese a Antipátrida con toda su gente. Y sabiendo que muchedumbre de los judíos se había juntado y recogido en la torre que llamaban de Afeco, envió gente delante que pelease con ellos. Pero antes de llegar a esto' los judíos, por miedo, desaparecieron; y entrando los soldados por los reales de los judíos, que ya estaban desolados, quemáronlos todos y muchos lugares con ellos que por allí había.
Partiendo Cestio de Antipátrida a Lida, halló la ciudad sola, sin hombres, porque todos se habían ido a Jerusalén por la fiesta de las Escenopegias, y matando cincuenta hombres que aun halló allí y quemando la ciudad, pasaba adelante. Pasando por Bethoron, puso su ejército en un lugar que se llama Gabaón, a cincuenta estadios de Jerusalén.
Viendo los judíos que ya la guerra se acercaba a la ciudad, dejando la solemnidad de sus fiestas, se dieron todos a las armas, y confiados en su muchedumbre, saltaban a pelear sin orden, Con gritos y clamores, sin tener cuenta con los siete días de feria, porque era en sábado, que suelen ellos guardar muy religiosamente. El mismo furor que les había apartado del oficio divino acostumbrado, les hizo también vencedores en lo de la pelea, porque vinieron con tanto ímpetu a acometer a los romanos, que los desbarataron, y haciendo camino por medio de ellos, derribaban a cuantos topaban. Y si los de a caballo rodeando por detrás, y los soldados que aun no eran cansados no socorrieran a la parte de los soldados que no habían aún perdido su lugar ni habían sido rotos, peligrara ciertamente todo el ejército y gente de Cestio.
Fueron aquí muertos quinientos quince soldados romanos, de los cuales eran los cuatrocientos de la gente de a pie, y los demás todos eran de los de a caballo, y sólo veintidós judíos. Los más fuertes se mostraron aquí los parientes de Monobazo, rey de Adiabeno, que eran Monobazo y Cenedeo, y después de éstos Peraita Nigro y Sila Babilonio, aquel que se había pasado a los judíos, y huido del rey Agripa, de quien solía ganar sueldo.
Como los judíos fuesen rechazados, retirábanse a la ciudad, y Giora, hijo de Simón, acometió a los romanos que iban a Bethoron, lastimó a muchos de la retaguardia, tomó muchos carros, y con la ropa los trajo consigo a la ciudad.
Deteniéndose, pues, en los campos tres días Cestio, ocuparon los judíos los lugares altos, y guardaban con gran diligencia el pasaje, y era cierto que no estuvieran quedos si los romanos comenzaran a partir y hacer su camino.
Capítulo XXIV
De cómo Cestio puso cerco a Jerusalén, y del estrago que en su ejército hicieron los judíos.
Viendo Agripa que la muchedumbre infinita de los enemigos tenía tomados los montes en derredor y que los romanos no estaban seguros de peligro, quiso tentar con palabras a los judíos, pensando que o le obedecerían todos para dejar la guerra, o si algunos en esto contradijesen, él los haría llamar y les diría que se apartasen de aquel propósito. Así que de sus compañeros envió allá a Borceo y a Febo, que sabía ser de eflos muy conocidos, para que les ofreciesen la amistad de Cestio por pleitesía, y cierto perdón que de los pecados les otorgarían los romanos, si dejadas las armas quisiesen acuerde con él.
Mas los escandalosos, por miedo de que la muchedumbre, con esperanza de la seguridad, se pasaría a Agripa, determinaron matar a los embajadores, y mataron a Febo antes que hablase Palabra; Borceo huyó herido, y los escandalosos, hiriendo con palos y con piedras, compelieron a los populares que tenían aquesta hazaña por muy indigna, que se metiesen en la ciudad.
Cestio, hallado tiempo oportuno para vencerles a causa de la arriesgada discordia entre ellos levantada, trajo contra los judíos todo el ejército, y metidos en huída, fué tras ellos hasta Jerusalén.
Puesto su real en el lugar que llaman Scopo, lejos de la ciudad siete estadios, que son menos de una milla, por espacio de tres días no hizo cosa alguna contra la ciudad, esperando que por ventura los de dentro en algo aflojasen, y en tanto envió no pequeña cantidad de guerreros militares a recoger trigo por las aldeas de alrededor de la ciudad.
El cuarto día, que era a treinta días del mes de octubre, metió el ejército, puesto en orden, dentro de la ciudad. El pueblo era guardado por los escandalosos, y ellos, atemorizados de la destreza de los romanos, partieron de los lugares de fuera de la ciudad, y recogiéronse a la parte de dentro y al templo.
Cestio, pasado del lugar que llaman Bezetha, puso fuego a Cenópolis y al mercado que se llama de las Materias. Después, venido a la parte más alta de la ciudad, aposentóse cerca del palacio del rey, y si entonces él quisiera entrar dentro de los muros de la ciudad, poseyérala del todo y diera fin a la guerra; mas Tirannio, que era general, y Prisco y muchos otros capitanes de la gente de a caballo, corrompidos por dineros que les dio Floro, estorbaron la empresa de Cestio e hicieron que los judíos fuesen Henos de males intolerables y de pérdidas que les acontecieron.
Entretanto, muchos de los más nobles del pueblo, y Anano, hijo de Jonatás, llamaban a Cestio, casi como ganosos de abrirle las puertas, y él, como lleno de ira, y porque no les daba asaz crédito ni pensaba que los debiese creer, túvolos en menosprecio, hasta que se hubo de descubrir la traición, y los sediciosos compelieron a huir a Anano con los otros de su parcialidad, y meterse en las casas, lanzándoles piedras desde el muro. Repartidos ellos por las torres, peleaban contra los que tentaban el muro, pues por cinco días los romanos de todas partes peleaban, y todo en balde.
Al sexto día, Cestio, con muchos flecheros, arremetió al templo por la parte septentrional, y los judíos resistían desde el portal, de manera que presto arredraron a los romanos que se llegaban al muro, los cuales, rechazados por la muchedumbre de los tiros, a la postre partieron de allí. Los romanos que iban delanteros, cubiertos con sus escudos, se llegaban al muro, y los que seguían por semejante orden, se juntaban con los otros; entretejiéronse, hecha una cobertura llamada testudine, o escudo de tortuga, de manera que las saetas que daban encima eran baldías; así que los guerreros romanos cavaban el muro sin recibir daño, y quisieron poner fuego a las puertas del templo, porque ya los escandalosos tenían gran temor, y muchos echaban a huir de la ciudad como si luego se hubiera de tomar.
De esto se alegraba más el pueblo, porque cuanto más partían de ella los muy malos, tanto mayor licencia tenían los del pueblo para abrir las puertas y recibir a Cestio como a varón de quien hablan recibido beneficios; y de hecho, si poco más quisiera perseverar en el cerco, tomara luego la ciudad; mas yo creo que Dios, que no favorece a los malos, y las cosas santas suyas estorbaron aquel día que la guerra feneciese.
Así, pues, Cestio, sin saber los ánimos del pueblo, ni la desesperación de los cercados, hizo retraer su gente, y sin alguna esperanza, muy desacordada e injustamente, sin algún consejo partió. Su huída, no esperada, dio aliento a la confanza de los ladrones, tanto que salieron a perseguir la retaguardia de los romanos de ellos mataron algunos, así de los de a caballo como ¡e Tos de a pie.
Entonces Cestio se aposentó en el real que antes había guarnecido en Scopo; y al día siguiente, mientras más tardaba, más provocó a los enemigos, los cuales, alcanzando los postrirneros, mataban muchos, porque el camino era de ambas partes cercado de vallas, y tirábanles saetas desde ellos, y los postreros no osaban volver hacia los que daban en sus espaldas, pensando que infinita muchedumbre seguía tras ellos. Tampoco bastaban a resistir a la fuerza de los que por los lados les aquejaban y les herían, porque eran pesados con las armas por no romper la orden, y porque veían también que los judíos eran ligeros y que fácilmente podían correr, donde procedía que sufrían muchos males sin que ellos pudiesen dañar a los enemigos. Así que por todo el camino los hostigaban, y rota la orden M caminar, eran derribados, hasta tanto que, muriendo muchos, entre los cuales fue Prisco, capitán de la sexta legión, Longino, capitán de mil hombres, y Emilio jocundo, capitán de un escuadrón, penosamente llegaron a Gabaón, donde primero pusieron el real después que perdieron mucha munición.
Allí se detuvo Cestio tres días, no sabiendo lo que debía hacer, porque al tercer día veían mayor número de enemigos, y conocía que la tardanza le sería dañosa, pues todos los lugares en derredor estaban llenos de judíos y vendrían muchos más enemigos si allí se detuviese; así, para huir más presto mandó a la gente que dejasen todas las cosas que les pudiesen embarazar. Y mataron entonces los mulos, los asnos y otras bestias de carga, salvo las que llevaban las saetas y los pertrechos, porque estas tales cosas guardábanlas como cosas que habían menester, mayormente temiendo que si los judíos las tomasen, las aprovecharían contra ellos.
El ejército iba delante hacia Bethoron, y los judíos en los lugares más anchos menos los aquejaban; mas cuando pasaban apretados por lugares estrechos o en alguna pasada, vedábanles el paso y otros echaban en los fosos a los postreros. Derramándose toda aquella muchedumbre por las alturas del camino, cubrían de saetas a la hueste, adonde la gente de a pie dudaba cómo se podían socorrer los unos a los otros; y la gente de a caballo estaba en mayor peligro, porque no podían ordenadamente caminar unos tras otros, pues las muchas saetas y las subidas enhiestas les estorbaban poder ir contra ¡os enemigos. Las peñas y los valles todos estaban tomados por ballesteros, adonde perecían todos los que por allí se apartaban del camino, y ningún lugar había para huir o defenderse. As! que, con incertidumbre de lo que debiesen hacer, se volvían a llorar y a los aullidos que los desesperados suelen dar.
Al son de aquello correspondía la exhortación de los judíos, que se alegraban, dando grita con muy grande crueldad, y pereciera todo el ejército de Cestio, si la noche no sobreviniera, con la cual los romanos se acogieron a Bethoron, y los judíos los cercaron por todos los lugares de alrededor por impedirles el paso. Allí, desesperado de poder seguir el camino público, pensaba Cestio, en la huída, e hizo subir en lo alto de las techumbres cuatrocientos guerreros militares de los más escogidos y más fuertes, y mandóles dar voces, según la costumbre de los que son de guarda que velan en los reales, por que los judíos pensasen que la gente quedaba allí toda; él con todos los otros paso a paso se fueron de allí hasta treinta estadios, que son poco menos de cuatro millas, y a la mañana, cuando los judíos vieron que los otros se fueron y ellos quedaban engañados, arremetieron contra los cuatrocientos, de quienes hablan recibido el engaño, y sin tardanza los mataron con muchedumbre de saetas, y luego se dieron prisa de seguir a Cestio; mas él, habiendo caminado buen trecho, huyó en el día con mayor diligencia, de tal manera, que los guerreros militares, hostigados del miedo, dejaron todos los pertrechos y máquinas, y los mandrones y muchos otros instrumentos de guerra, de los cuales, después de tornados, se aprovecharon los judíos contra los que los hablan dejado, y vinieron hasta Antipátrida en alcance de los romanos.
Al ver que nos los pudieron alcanzar, tornaron desde allí, llevaron consigo los pertrechos, despojaron los muertos y recogieron el robo que había quedado, y con cantares, alabando a Dios, volvieron a su metrópoli y ciudad con pérdida de pocos de los suyos. De los romanos fueron muertos cinco mil trescientos de a pie y novecientos ochenta de a caballo.
Acaecieron estas cosas en el octavo día del mes de noviembre, en el doceno año del principado de Nerón.
Capítulo XXV
De la crueldad que los damascenos usaron contra los judíos, y de la diligencia de Josefo, autor de esta historia, hecha en Galilea.
Después de las desdichas de Cestio, muchos nobles de los judíos salían poco a poco de la ciudad, no menos que de una nao que está en manifiesto peligro de perderse. Así que Costobaro y Saulo, su hermano, juntamente con Filipo, hijo de Jachimo, que era general del ejército del rey Agripa, huyendo de allí, vinieron a Cestio; Antipas, que había sido cercado en el Palacio Real juntamente con ellos, no quiso huir, y la manera cómo fué muerto por los sediciosos mostraremos en otro lugar.
Cestio envió a Nerón, que estaba en Acaya, a Saulo y a otros que con él vinieron, para que le declarasen la necesidad que padecían e imputasen a Floro la causa de aquella guerra. Confiaba que lo había de revolver e indignar contra Floro, y que de esta manera ‑se aseguraría del peligro en que estaba.
Sabiendo los damascenos la matanza que los judíos habían hecho de tantos romanos, determinaron, y aun trabajaron, por quitar la vida a cuantos judíos vivían con ellos, y teniéndolos todos recogidos en unos baños públicos, porque ya sospechaban esto, pensaban que acabarían fácilmente lo que determinaban hacer; pero temían y tenían vergüenza de sus mujeres, porque todas, excepto muy pocas, judaizaban y estaban todas muy enseñadas en esta religión, y así tuvieron gran cuidado en cubrirles lo que trataban, Y en una hora sin miedo degollaron diez mil judíos que cogieron en un lugar estrecho y sin armas.
Habiendo vuelto ya a Jerusalén los que hicieron huir a Cestio, trabajaban en traer a su bando a todos los que sabían ser amigos de los romanos, a unos por fuerza y a otros por halagos, y después, juntándose en el templo, determinaban escoger muchos capitanes para la guerra.
Fue, pues, declarado Josefo, hijo de Gorión y el pontífice Anano, para que mandasen todo lo que se había de hacer en la ciudad, y principalmente que tuviesen cargo de edificar el muro en la ciudad.
Aunque Eleazar, hijo de Simón, tenía gran parte del robo os romanos y del dinero que había quitado a Cestio y gran cantidad de los públicos tesoros, no quisieron con todo esto darle cargo u oficio alguno, porque veían que se levantaba ya como soberbio y tirano, y que a sus amigos y a los que les seguían trataba como si fueran criados. Mas Eleazar poco a poco alcanzó, así por codicia del dinero, como por astucia, que en todas las cosas el pueblo le obedeciese.
Pidieron otros capitanes ser enviados a Idumea; así fueron Jesús, hijo de Safa, uno de los pontífices, y Eleazar, hijo del pontífice nuevo. Mandaron a Nigro, que regía entonces toda Idumea, cuyo linaje traía origen de una región que está de la otra parte del Jordán, por lo que se llamaba Peraytes, que odebeciese a todo cuanto los capitanes mandasen, y también pensaron que no convenía olvidarse de todas las otras regiones. Así enviaron a Josefo, hijo de Simón, a Jericó, y de la otra parte del río a Manasés, y a Tamna a Juan Eseo, para que rigiesen y administrasen estas toparquías o provincias. A éste habían también dado la administración de Lida, Jope y Amaus. Las partes Gnopliníticas y Aciabatenas fueron dadas a Juan, hijo de Ananías, para que las rigiese, y Josefo, hijo de Matías, fué por gobernador de las dos Galileas. En la administración de éste estaba también Gamala, que era la más fuerte ciudad de todas cuantas allí había.
Cada uno, pues, de éstos, regla su parte y administraba lo mejor que le era posible; y Josefo, viniéndose a Galilea, lo primero que hizo fue ganar la voluntad de los naturales, sabiendo que con ella se podían acabar muchas cosas, aunque errase en lo demás. Considerando después que tendría grande amistad con la gente poderosa si le daba parte en su administración, y también con todo el pueblo si daba los oficios que convenían a los naturales y gentes de la tierra, eligió setenta varones de los más ancianos y más prudentes, e hízolos regidores de toda Galilea.
Envió también siete hombres a cada ciudad, que tuviesen cargo de juzgar los pleitos de poca importancia, porque las causas graves y que tocaban a la vida, mandólas reservar para sí y para aquellos setenta ancianos; y puestas las leyes que habían de guardar entre sí las ciudades, proveyó también cómo pudiesen estar seguras de lo de fuera; por tanto, sabiendo que los romanos ciertamente habían de venir a Galilea, mandó cercar de muros las ciudades que más oportunas y cómodas para defenderse le parecieron: fueron de ellas Jotapata, Bersabea, Salamina, Perecho, Jafa, Sigofa y un monte que se llama Itaburio, y a Tarichea y Tiberíada; fortaleció también las cuevas que hay cerca el lago de Genesareth, en la Galílea que llamaban Inferior. En la Galilea que llamaban Superior mandó fortalecer a Petra, que se llama Achabroro, a Sefa, Jamnita y a Mero. En la región Gaulanitide, Seleucia, Sogana y Garnala, y permitió a los seforitas que ellos mismos se edificasen muros, porque sabía que tenían poder y riqueza para ello, y por ver también que estaban más prontos para la guerra, aun sin ser mandados. Juan, hijo de Levia, también cercó por sí de muro a Giscala por mandado de Josefo; todos los otros caítillos eran visitados por Josefo, mandando juntamente lo que convenía, y ayudándoles para ello.
Hizo un ejército de la gente de Galilea de más de cien mil hombres; y juntándoles en uno, proveyóles de armas viejas, que de todas partes hacía recoger. Y pensando después que la virtud de los romanos era tan invencible, por obedecer siempre a sus regidores y capitanes, y por ejercitarse tanto en el uso de las armas, dejó atrás esto postrero por la necesidad que le apretaba; pero por lo que tocaba al obedecer, pensaba poderlo alcanzar por la muchedumbre de los capitanes y regidores; y así dividió su ejército en la manera que suelen hacer los romanos, e hizo muchos príncipes y capitanes de su gente; y habiendo ordenado diversas maneras y géneros de guerreros, sujetó unos a cabos, otros a centuriones y otros a tribunos; y después di' a todos sus regidores que tuviesen cargo y cuidado de la administración de las cosas más importantes. Enseñábales las disciplinas de las señales y las provocaciones para acometer, y las revocaciones para recogerse según el son de trompetas. También cómo convenía rodear los escuadrones y regirse en el principio, y de qué manera los más fuertes debían socorrer a los menos y que más necesidad tuviesen, y partir el peligro con los que ya estuviesen cansados de pelear; y enseñábales también todo cuanto convenía para la fortaleza del ánimo y tolerancia de los trabajos.
Trabajaba principalmente en mostrarles las cosas de la guerra, mentándoles de continuo la disciplina militar de los romanos, y que habían de pelear y hacer guerra con hombres que habían sujetado casi a todo el‑ universo con sus fuerzas y ánimo. Añadió también de qué manera habían de obedecer estando en la guerra a él y a cuantos les mandase, y que quería luego experimentar si dejarían los pecados y maldades acostumbrados, es a saber, los hurtos, latrocinios y rapiñas que solían hacer, y que no hiciesen engaño a los gentiles ni pensasen haberles de ser a ellos ganancia dañar a sus amigos o muy conocidos que con ellos viviesen; porque aquellas guerras suelen ser regidas y administradas bien, cuyos soldados se precian de tener buena la conciencia; y a los que eran malos, no sólo nos les habían de faltar los hombres por enemigos, mas aun Dios les había de castigar.
De esta manera perseveraba en amonestarles muchas cosas.
Estaba ya la gente que había de servir para la guerra presta, porque tenía hechos sesenta mil hombres de a pie, y doscientos cincuenta de a caballo; y además de éstos tenía también cuatro mil quinientos hombres de gente extranjera que ganaban su sueldo, en los cuales principalmente confiaba, y seiscientos hombres de armas de su guarda, muy escogidos de entre todos. Las ciudades mantenían toda esta gente fácilmente, excepto la que tenía sueldo; porque cada una de las ciudades que hemos arriba dicho, enviaba la mitad de su gente a la guerra, y guardaba la otra mitad para que tuviese cargo de proveerles del mantenimiento que fuese necesario; y de esta manera la una parte estaba en armas, y la otra en sus obras; y la parte que estaba en armas, defendía y amparaba la otra que les traía la provisión y mantenimientos.
Capítulo XXVI
De los peligros que pasó Josefo, y cómo se libró de ellos, y de la malicia y maldades de Juan Giscaleo.
Estando Josefo en la administración de Galilea, según arriba hemos dicho, levantósele un traidor, nacido en Giscala, hijo de Levia, llamado por nombre Juan, hombre muy astuto y lleno de engaños, y el más señalado de todos en maldades, el cual antes habla padecido pobreza, que le había sido algún tiempo estorbo de su maldad que tenía encerrada. Era mentiroso y muy astuto para hacer que a sus mentiras se diese crédito; hombre que tenía por gran virtud engañar al mundo, y con los que más amigos le eran se servía de sus maldades; gran fingidor de amistades y codiciador de las muertes, por la esperanza de ganar y hacerse rico, habiendo deseado siempre las cosas muy inmoderadamente, y había sustentado su esperanza hasta allí con maldades algo menores. Era ladrón muy grande por costumbre; trabajaba en ser solo, mas halló compañía para sus atrevimientos, al principio algo menor, después fue creciendo con el tiempo. Tenía gran diligencia en no tomar consigo alguno que fuese descuidado, cobarde ni perezoso; antes escogía hombres muy dispuestos, de grande ánimo y muy ejercitados en las cosas de la guerra; hizo tanto, que juntó cuatrocientos hombres, de los cuales era la mayor parte de los tirios, y de aquellos lugares vecinos.
Este, pues, iba robando y destruyendo toda Galilea, y hacía gran daño a muchos con el miedo de la guerra deteniéndolos suspensos. La pobreza y falta de dinero lo retardaba y detenía que no pusiese por obra sus deseos, los cuales eran mucho mayores de lo que él de sí podía; deseaba ser capitán y regir gente, mas no podía; y corno viese que Josefo se holgaba en verle con tanta industria, persuadiále que le dejase el cargo de hacer el muro a su patria, y con esto ganó mucho y allegó gran dinero de la gente rica.
Ordenando después un engaño muy grande, porque dio a entender a todos los judíos que estaban en Siria que se guardasen de tocar el aceite que no estuviese hecho por los suyos, pidió que pudiesen enviar de él a todos los lugares vecinos de allí; y por un dinero de los tirios, que hace cuatro de los áticos, compraba cuatro redomas y vendíalo doblado; y siendo Galilea muy fértil y abundante de aceite, y en aquel tiempo principalmente había gran abundancia, enviando mucho de él a las partes y ciudades que carecían y tenían necesidad, juntó gran cantidad de dinero, del cual no mucho después se sirvió contra aquel que le había concedido poder de ganarlo. Pensando luego que si sacaba a Josefo, sería sin duda él regidor de toda Galilea, mandó a los ladrones, cuyo capitán era, que robasen toda la tierra, a fin de que, levantándose muchas novedades en estas regiones, pudiese o matar con sus traiciones al regidor de Galilea, si quería socorrer a alguno, o si dejaba y permitía que fuesen robados, pudiese con esta ocasión acusarlo delante de los naturales.
Mucho antes había ya esparcido un rumor y fama, diciendo que Josefo quería entregar las cosas de Galilea a los romanos, y juntaba de esta manera muchas cosas por dar ruina a Josefo y destruirlo totalmente.
Como, pues, en este tiempo algunos vecinos del lugar de los dabaritas estuviesen en el gran campo de guardia, acometieron a Ptolomeo, procurador de Agripa y Berenice, y le quitaron cuanto consigo traía, entre lo cual había muchos vasos de plata y seiscientos de oro; y como, no pudiesen guardar tan gran robo, secretamente trajéronlo todo a Josefo, que estaba entonces en Tarichea.
Sabida p« Josefo, la fuerza que había sido hecha a los M rey, reprendióla y mandó que las cosas que habían sido robadas fuesen puestas en poder de alguno de los poderosos de aquella ciudad, mostrándose muy pronto para enviarlas a su dueño y señor; lo cual produjo a Josefo, gran peligro, porque viendo los que habían hecho aquel robo que no tenían parte alguna en todo, tomáronlo a mal; ‑y viendo también que Josefo había determinado, volver a los reyes lo, que ellos habían rabajado, iban por todos los lugares de noche, y daban también a entender a todos que Josefo, era traidor, e hinchieron con este mismo ruido todas las ciudades vecinas, de tal manera, que luego al otro día fueron cien mil hombres armados juntos contra Josefo.
Llegando después toda aquella muchedumbre de gente a Tarichea, y juntándose allí, echaban todos grandes voces muy airados contra Josefo; unos decían que debía ser echado, y otros que debía ser quemado como traidor; los más eran movidos e incitados a ello por Juan y por Jesús, hijo de Safa, que regía entonces el magistrado y gobierno de Tiberiada. Con esto huyeron todos los amigos de Josefo, y toda la gente que tenía de guarda se dispersó, por temor de tanta muchedumbre como se había juntado, excepto solos cuatro hombres que con él quedaron. Estando Josefo durmiendo al tiempo que ponían fuego en su casa, se levantó; y aconsejándoles los cuatro que habían quedado con él que huyese, no *se movió por la soledad en que estaba, ni por la muchedumbre de gente que contra él venía, antes se vino prestamente del‑ante de todos con las vestiduras todas rasgadas, la cabeza llena de polvo, vueltas las manos atrás y con una espada colgada del cuello.
Viendo estas cosas sus amigos, y los de Taríchea principalmente, se movieron a piedad; pero el pueblo, que era algo más rústico y grosero, y los más vecinos y cercanos de allí, que le tenían por más molesto, mandábanle sacar el dinero público, diciéndole muchas injurias, y que querían que confesase su traición, porque según él venía vestido, pensaban que nada negaría de lo que les había nacido tan gran sospecha, pensando todos haber dicho aquello por alcanzar perdón y moverlos a misericordia. Esta humildad fortalecía su determinación y consejo; y poniéndose delante de ellos, engañó de esta manera a los que contra él venían muy enojados; y para moverlos a discordia entre sí, les prometió decirles todo lo que en verdad pasaba. Concediéndole después licencia para hablar, dijo:
"Ni yo pensaba enviar a Agripa estos dineros, ni hacer de ellos ganancia propia para mí, porque no manda Dios que tenga yo por amigo al que es a vosotros enemigo, o que yo haga ganancia alguna con lo que a todos generalmente dañase. Pero porque veía que vuestra ciudad, oh taricheos, tenía gran necesidad de ser abastecida, y que no tenlais dinero para edificar los muros, y temía también al pueblo tiberiense y las otras ciudades que estaban todas con gran sed de este dinero, había determinado retenerlo con mucho tiento poco a poco para cercar vuestra ciudad de muros. Si no os parece bien lo que yo tengo determinado, me contentaré con sacarlo y darlo para que sea robado por todos; mas si yo he hecho bien y sabiamente, por cierto vosotros queréis forzar y dar trabajo a un hombre que os tiene muy obligados a todos."
Los taricheos oyeron con buen ánimo todo esto de Josefo, mas los tiberienses, con los otros, tornándolo a mal, amenazaban a los otros; y así ambas partes, dejando a Josefo, reñían entre sí. Viendo Josefo que habla algunos que defendían su parte, confiándose en ellos, porque los taricheos eran casi cuarenta mil hombres, hablaba con mayor libertad a todos; y habiéndose quejado muy largamente de la temeridad y locura del pueblo, dijo que Tarichea debla ser fortalecida con aquel dinero, y que él tenía cuidado que las otras ciudades estuviesen también seguras; que no les faltarían dineros si querían estar concordes con los que los hablan de proveer, y no moverse contra el que los había de buscar. Así, pues, se volvía toda la otra gente que habla sido engañada, con enojo; dos mil de los que tenían armas vinieron contra él, y habiéndose él recogido e. una casa, amenazábanle mucho.
Otra vez usó Josefo de cierto engaño contra éstos, porque subiéndose a una cámara alta, habiendo puesto gran silencio señalando con su mano, dijo que no sabia qué era lo que le pedían, porque no podía entender tantas voces juntas, y que se contentaba con hacer todo lo que quisiesen y mandasen' si enviaban algunos que hablasen allí dentro con él reposadamente.
Oídas estas cosas, luego la nobleza y los regidores entraron. Viéndolos Josefo, retrájolos consigo en lo más adentro y secreto de la casa, y cerrando las puertas, mandóles dar tantos azotes, hasta que los desollaron todos hasta las entrañas. Estaba en este medio, alrededor de la casa, el pueblo, pensando por qué se tardaba tanto en hacer sus conciertos, cuando Josefo, abriendo presto las puertas, dejó ir los que habla metido en su casa todos muy ensangrentados; amedrentáronse tanto todos los que estaban amenazando y aparejados para hacerle fuerza, que, echando las armas, dieron a huir luego.
Con estas cosas crecía más y más la envidia de Juan, y trabajaba en hacer otras asechanzas y traiciones a Josefo, por lo cual fingió que estaba muy enfermo, y suplicó con una carta que' por convalecer, le fuese licito usar de las aguas calientes y baños de Tiberíada. Corno Josefo no tuviese aún sospecha de éste, escribió a los regidores de la ciudad que diesen a Juan de voluntad todo lo necesario, y que le hiciesen buen hospedaje cuando allí llegase. Habiéndose éste servido dos días de los baños a su placer, determinó después hacer y poner por obra lo que le había movido a venir; y engañando a los unos con palabras, y dando a los otros mucho dinero, les persuadió que dejasen a Josefo.
Sabiendo estas cosas Silas, capitán de la guardia puesto por Josefo, con diligencia le hizo saber todas las traiciones que contra él se trataban y hacían; y recibiendo cartas de ello Josefo, partió la misma noche y llegó a la mañana siguiente a Tiberíada. Salióle todo el pueblo al encuentro, y Juan, aunque sospechaba que venía contra él, quiso enviarle uno de sus conocidos, fingiendo que estaba en la cama enfermo, que le dijese que por la enfermedad se detenía sin venir a verle, obedeciendo a lo que debía y era obligado. Estando en el camino los tiberienses juntados por Josefo para contarles lo que habla sido escrito, Juan envió gente de armas para que lo matasen. Como éstos llegasen a él, y algo lejos los viese desenvainar las espadas, dio voces el pueblo; oyéndolas Josefo, y viendo las espiadas ya cerca de su garganta, saltó del lugar donde estaba, hablando con el pueblo hasta la ribera, que tenía seis codos de alto, y entrándose él y dos de los suyos en un barco pequeño que había por dicha llegado allí, se metió dentro del mar; pero sus soldados arrebataron sus armas y quisieron dar en los traidores.
Temiendo Josefo que moviendo guerra civil entre ellos, por la maldad de pocos se destruyese la ciudad, envió un mensajero a los suyos que les dijese tuviesen solamente cuenta con guardar sus vidas, y no hiciesen fuerza ni matasen alguno de los que tenían la culpa de todo aquello. Obedeciendo su gente a lo que mandaba, todos se sosegaron, y los que vivían alrededor de las ciudades por los campos, oídas las asechanzas que habían sido hechas contra Josefo, y sabiendo quién era el autor y maestro de ellas, viniéronse todos contra Juan.
Súpose éste guardar antes que venir en tal contienda, huyendo a Giscala, que era su tierra natural.
Los galileos en este tiempo venían a Josefo de todas las ciudades, y juntáronse muchos millares de gentes de armas, que todos decían venir contra Juan, traidor común de todos, y contra la ciudad que le había recibido y recogido dentro, por poner fuego a él y a ella. Respiondióles Josefo que recibía y loaba la pronta voluntad y benevolencia, pero que debían refrenar algún tanto el ímpetu y fuerza con que venían, deseando vencer a sus enemigos más con prudencia que con muerte. Y nombrando sus propios nombres a los de cada ciudad que con Juan se rabían rebelado, porque cada pueblo mostraba con alegría los suyos, mandó publicar con pregón que todos cuantos se hallasen en compañía de Juan después de cinco días, habían de ser sus casas, bienes y familias, quemados, y sus patrimonios robados. Con esto atrajo a sí tres mil hombres que Juan traía consigo, los cuales, huyendo, dejaron sus armas y se arrodillaron a sus pies.
Juan se salvó con los demás, que serían casi mil de los que de Siria habían huido, y determinó otra vez ponerse en asechanzas y hacer solapadas traiciones, pues las hechas hasta allí habían sido públicas; y enviando a Jerusalén mensajeros secretamente, acusaba a Josefo de que había juntado grande ejército, y que si no daban diligencia en socorrer al tirano, determinaba venir contra Jerusalén. Pero sabiendo lo que pasaba de verdad, el pueblo menospreció esta embajada.
Algunos de los poderosos y regidores, por envidia y rencor que tenían, enviaron secretamente dineros a Juan, que armase gente y juntase ejército a sueldo, para que pudiese con ellos hacer guerra a Josefo; y determinaron entre sí hacer que Josefo dejase la administración de la gente de guerra que tenía. Aun no pensaban que todo esto les bastaba, y por tanto enviaron dos mil quinientos hombres muy bien armados' y cuatro hombres nobles; el uno era Joazaro, hijo del letrado excelentísimo, los otros Ananías Saduceo, Simón y Judas, hijos de Jonatás, hombres todos elocuentes, para que, por consejos de ellos, apartasen la voluntad que todos tenían a Josefo; y si él venía de grado a sometérseles, que le permitiesen dar razón de lo hecho, y si era pertinaz y determinaba quedar, que lo tuviesen por enemigo, y como a tal le persiguiesen.
Los amigos de Josefo le hicieron saber que venía gente contra él, mas no le dijeron para qué ni por qué causa; porque el consejo de sus enemigos fue muy secreto, de lo cual sucedió que, no pudiendo guardarse ni proveer antes con ello, cuatro ciudades se pasaron luego a los enemigos, las cuales fueron Séforis, Gamala, Giscala y Tiberia. Mas luego las tornó a cobrar sin alguna fuerza y Sin armas, y prendiendo aquellos cuatro capitanes, que eran los más valientes, así en las armas como en sus consejos, tornó a enviarlos a Jerusalén, a los cuales el pueblo, muy enojado, hubiera muerto tanto a ellos como a los que los enviaban, si en huir no pusieran diligencia.
Capítulo XVII
Cómo Josefo cobró a Tiberia y Séfora.
El temor que Juan a Josefo tenía, le hacía estar recogido dentro de los muros de Giscala. Pocos días después se torné a rebelar Tiberia, porque los naturales llamaron a Agripa; y como éste no viniese el día que estaba entre ellos determinado, y eran allí venidos algunos caballeros romanos, retiráronse a la otra parte contra Josefo.
Sabido esto por Josefo en Tarichea, el cual, pues, había enviado sus soldados por trigo y mantenimientos, no osaba salir solo contra los que se rebelaban, ni podía, por otra parte, detenerse, temiendo que entre tanto que él se tardase, no se alzase la gente del rey con la ciudad; porque veía que ese otro día no le era posible hacer algo por ser sábado, determiné tomar por engaño aquellos que le habían faltado.
Mandó cerrar las puertas de los taricheos, por que no osase ni pudiese alguno descubrirles lo que determinaba; y juntando todas las barcas que halló en aquel lago, las cuales llegaron a número de doscientas treinta, y en cada una cuatro marineros, vínose con tiempo y buena sazón a Tiberia; y estando aun tan lejos de ella que no pudiese ser visto fácilmente, dejando las barcas vacías en la mar, llegóse él, llevando consigo cuatro compañeros desarmados, hombres de su guarda, tan cerca, que pudiese ser visto por todos. Como los enemigos lo viesen desde el muro adonde estaban, echándole maldiciones, espantados y con temor, pensando que todas aquellas barcas estaban llenas de gente de armas, echaron presto las armas; y puestas las manos, rogábanle todos que los perdonase.
Después que Josefo los castigó, reprendiendo y amenazándolos, cuanto a lo primero, porque habiendo comenzado guerra contra el pueblo romano, consumían y deshacían sus fuerzas con disensiones entre sí y discordias intestinas, y con esto cumplían la voluntad y deseo de los enemigos, y también porque se daban prisa y trabajaban en quitar la vida a uno que no buscaba otro sino asegurarles y buscarles reposo; y no se avergonzaban de cerrarle la ciudad, habiendo él hecho el muro para defensa de ellos. Pero en fin, prometióles aceptar la disculpa, si había algunos que la satisficiesen; y que dándole tales medios que fuesen convincentes, él afirmaría la amistad con la ciudad.
Por esto vinieron a él diez hombres, los más nobles de Tiberíada, y mandándoles entrar en una navecillia de pescadores, apartándolos lejos, mandó que viniesen otros cincuenta senadores, que eran los hombres más nobles que había, como que le fuese necesario tomar también la palabra y fe de todos éstos. Y pensando luego después otros nuevos achaques, hacia salir más y más gente bajo de aquella promesa que les había hecho, mandando a los maestres de los taricheos que se volviesen a buen tiempo con las barcas llenas de gente, y que pusiesen en la cárcel a cuantos consigo llevasen, hasta tanto que tuvo presa toda la corte, que era hasta seiscientos hombres, y más de dos mil hombres, gente baja y popular; y llevólos todos consigo a Tarichea. Dando voces el pueblo que cierto hombre llamado Clito era autor de toda aquella discordia y rebelión, y que debía hartarse su ira con la pena y castigo de éste sólo, rogándoselo todos.
Josefo a ninguno quería matar; pero mandó salir a uno de su guarda, llamado Levia, que cortase las manos a Clito. Y como éste no osase hacerlo, díjole, movido de temor, que él solo no se atrevería contra tanta gente; y corno Clito viese que Josefo, en la barca a donde estaba, se enojaba y quería salir solo por castigarlo, rogábale que por lo menos le quisiese hacer merced de dejarle una mano. Concediéndole esto Josefo, con tal que el mismo Clito se la cortase, desenvainó la espada con su mano derecha, y se cortó la mano izquierda, por el gran miedo que de Josefo tenía. De manera que Josefo, con barcas Yacías y con solos siete hombres, tomó todo aquel pueblo, y ganó otra vez la amistad de Tiberíada. Poco después dio saco a Giscala, que se había rebelado con los seforitas, y volvió todo el robo a la gente del pueblo. Lo mismo hizo también con los seforitas y tiberienses; porque habiendo preso a éstos, quiso corregirlos con dejar que les robaran, y reconciliarse su gracia y amistad con volverles lo que les había quitado.
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Capítulo XXVIII
De qué manera se aparejaron y pusieron en orden los de Jerusalén para la guerra, y de la tíranía de Simón Giora.
Hasta ahora duraron las disensiones y discordias en Galilea entre los ciudadanos y naturales de allí; y después de apaciguados todos, poníanse en orden contra los romanos.
En Jerusalén trabajaba el pontífice Anano, y la gente poderosa, enemiga de los romanos, en renovar los muros; hacíanse dentro de la ciudad muchos instrumentos de guerra, muchas saetas y otras armas; y los mancebos eran muy diligentes en hacer lo que les mandaban. Estaba toda la ciudad llena de ruido, y los que buscaban y querían la paz, tenían gran tristeza; y muchos que consideraban las grandes muertes que había de haber, no podían dejar de llorar, pareciéndoles que todo era muy dañoso, y que se habían de destruir. Los que deseaban la guerra y la encendían, fingían a cada hora cuanto les parecía; y ya se mostraba la ciudad en estado de ser destruida antes que los romanos viniesen.
Anano trabajó en dejar todo aquel aparejo que se hacía para la guerra, y en apaciguar los zelotes, que eran los que lo revolvían, procurando de hacerles mudar de su locura en bien; pero de qué manera fué éste vencido y qué fin alcanzó, después lo contaremos.
En la toparquía y región Acrabatena, un hijo de Giora, llamado Simón, habiendo juntado consigo muchos de los que amaban y procuraban novedades y revueltas, comenzó a robar y hacer hurtos, y no sólo se entraba por fuerza en las casas de gente rica y poderosa, sino adernás de robarlos, los azotaba muy cruelmente, y comenzaba ya a hacerse públicamente tirano.
Habiendo Anano enviado los soldados de sus capitanes, huyó a juntarse a los ladrones que estaban en Masada con los que consigo ya tenía; y estando allí retraído hasta tanto que fueron muertos Anano y los otros enemigos suyos, destruía y talaba con sus compañeros toda la Idumea en canta manera, que los magistrados y regidores de esta gente, por la muchedumbre de las muertes y robos continuos que hacían, determinaron guardar las calles y lugares con soldados y gente de guarnición.
En esto, pues, estaban al presente tiempo las cosas de los judíos.