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¡Sométete a la voluntad de Dios!

El único sobreviviente de un naufragio logró evitar la muerte nadando a una islita totalmente deshabitada. Oró fervientemente que Dios le rescatara, y todos los días sus ojos escudriñaban el horizonte, esperando ver algún barco, pero no venía nada ni nadie.

Débil y desconsolado, al fin logró componerse una chocita de las ramas que se hallaban en la playa, a fin de tener un lugar dónde protegerse de la lluvia y del viento, y dónde guardar sus pocas pertenencias.

Un día, después de ir en busca de comida, regresó a su chocita y halló que se estaba quemando. El humo del incendio subía al cielo en una gran columna blanca.

Le había tocado duro al pobre. Ya no le quedaba nada. Todo se había perdido. Se quedó angustiado y afligido ante la escena. Se llenó su alma de amargura e ira.

—¡Dios! —clamó él—. ¿Por qué me has tratado así?

Pero a la siguiente mañana, muy temprano, le despertaron los ruidos de un barco que venía acercándose a la tierra. ¡Había venido para rescatarle!

—Pero, ¿cómo sabían ustedes que me encontraba yo aquí? —preguntó el infeliz a los navegantes.

—Pues, vimos su señal pidiendo socorro —le contestaron.

—¿Qué señal? —preguntó el hombre, perplejo.

—Aquella gran columna de humo que se veía desde lejos —fue su respuesta.